Era un evento de fin de
semana, y tan pronto le vi en la pista quise fundirme en su abrazo.
Le perseguí con la mirada durante toda la noche del viernes, pero él
no miraba, o miraba y desviaba la mirada. Esa noche no tenía que ser... quizás
ninguna, es cosa de dos.
Al día siguiente hubo
una milonga de tarde a pleno sol, en un suelo que parecía el de una casa del
terror: tableros de madera mal alineados, inclinados, con agujeros, y que
invitaban a romperse los piños contra el suelo. Así que yo, muy dada a todo
tipo de accidentes, después de bañarme en crema de sol de protección 50, me
quite los tacones, me calcé unas zapatillas de baile y un vestidito muy veraniego
con un escote de vértigo. Mi objetivo: bailar con él.
Allí lo vi de nuevo,
sentado en un banco de madera tan firme y estable como la misma pista de baile.
Fui a buscar hueco en el extremo del banco, a su lado, un instante después
de que una chica se levantara del otro extremo. Y como las leyes de la
física mandan, el banco primero subió y luego bajó de golpe cuando mi trasero
encontró apoyo. El meneo que el pobre chico dio lo hizo chocarse ligeramente
contra mí, ocasión que aproveché para entablar una mini-conversación. Justo
entonces comenzaba una tanda de milongas y uno de sus pies empezó a golpear
rítmicamente el suelo. Le mire, me miró y me preguntó: ¿eres chica de milonga?
Y como una bellaca, mentí sin pestañear: "claro!"
Lo cierto que es bailo
muy poco milonga, pero el no. La tanda, entre risas y risas, salió bien,
conectamos, y al final me dijo: "pues sí, eres una chica de milonga".
Y yo le dije "y también de tangos, así que si te apetece, quizás a la
noche podríamos bailar una tanda". Sonrió, nos despedimos.
Llegó la noche del
sábado y también la milonga de despedida del domingo. Me iba a ir a mi casa sin
probar de nuevo su abrazo. Sonaba la última tanda cuando decidí que solo le iba
a mirar a él y brindarle la mejor de mis sonrisas... ¡y funcionó! Me miró,
cabeceó y nos fundimos en un maravilloso abrazo al borde de la pista. Lo que
siguió después fue pura conexión, tanta y tan intensa, que pegados como una
lapa a la roca, no nos separamos ni un milímetro entre tema y tema, fue tan
intenso, que dos minutos después de terminar la tanda seguíamos abrazados,
sin articular palabra alguna, sin querer que el momento terminara.
Una milonga preciosa,
ideal: amplia, con mesas ubicadas adecuadamente alrededor de la pista, con
espacio suficiente para pasar cómodamente entre y por detrás de ellas; suelo de
madera, cuidado con mimo; sonido limpio, elección musical que
mantenía buen nivel de energía y la pista llena; luz tenue, ambiente
relajado; fluidez de pista, sin peligros.
Yo estaba sentada en un
bonito sillón rojo, con esa mala costumbre que tengo de cruzar las piernas, y
disfrutando del ambiente y de una copa de vino blanco francés. Me sentía
relajada, feliz, en las nubes. Hacía un tiempo que sentía su mirada constante
sobre mí, esperando a que me girara y él pudiera invitarme
mediante cabeceo. Le había visto bailar y sé que disfrutaría con él, pero la
tanda no me gustaba. Esperé.
La tanda siguiente era
una preciosa de Caló, me apetecía bailarla. Me giré, le mire, y allí
estaba él esperando que nuestros ojos se encontraran. No dudó y
me cabeceó. Sonreí, asentí y nos dirigimos a la pista. Una vez allí,
parecía que no le gustaba el lugar del borde de la pista por donde
debíamos incorporarnos, así que para mi sorpresa, salió corriendo
(literalmente), cruzando la pista por medio, al otro extremo. Me quedé perdida,
estupefacta, y pensando que aquel hombre había perdido la cabeza. Ni siquiera
miró atrás para ver si yo le seguía. Dicen que todos los caminos conducen a Roma pero, ¿es realmente necesario recorrer todo el globo terrestre para llegar a ella?
Una vez que pude reaccionar al verle
sonreír desde el otro extreme, me entró la risa por la situación absurda y
seguí el juego y su locura aprovechando que la pista estaba calentando motores
y que la gente aún estaba conectando en el abrazo: crucé a paso ligero sin
parar de reír y me fundí en su abrazo.
Mereció la pena el
deporte de riesgo de cruzar la pista y la cara de más de un milonguero cuando
lo hice... me regaló una tanda fantástica, a la que siguieron unas cuantas más
a lo largo de la noche. Fue uno de esos cuatro abrazos mágicos que descubrí
aquella noche.
Eso me dijo de
pequeña una vez mi abuelo, cuando después de aprender a montar en
bici un verano, estuve el invierno sin subirme a ella, y de nuevo en
primavera quise volver a intentarlo. Miré la bici recelosa, como si fuera
una tarea de la que quizás no fuera capaz de hacer.
En la vida hay muchas
"bicicletas", con lo cual, esto ocurre de vez en cuando: a veces
creemos que hemos olvidado, pero en realidad hay una parte inconsciente que
siempre recuerda. Suele ser el miedo el mayor enemigo, ése que nace de la falta
de confianza en la capacidad que tiene una misma de hacer las cosas,
de la pérdida de control ante la incertidumbre y lo inevitable, de la
certeza de sentir vulnerabilidad física y de sufrir un daño.
El
tango también ha sido una "bicicleta" para mí en
varias ocasiones, la última, hace muy poco tiempo.
Esta primavera, tras
meses sin bailar por motivos de fuerza mayor, acudí a un evento de tango en el
que bailaba con gente a la que no conocía. No había miedo por falta de
confianza en mí misma, tampoco miedo por la pérdida de control ante la
incertidumbre y lo inevitable, sino más bien a la vulnerabilidad física
y a sufrir daño. Tan solo bailé con milongueros que conocía, en
los que confiaba y rechacé cuatro o cinco invitaciones, todas
ellas directas, de milongueros a los que no había visto bailar... y menos
mal, porque luego los vi, y supe que había hecho bien en rechazarlas: me
hubieran dañado sin duda. Pero eso sí, estaba feliz, por fin había
conseguido subirme de nuevo a una bicicleta.
Durante algún momento
de la noche fui al baño -ese lugar donde las mujeres cotorreamos-, y no pude
evitar oír la conversación de dos mujeres a las que no veía. Una de ellas
parecía ofendida porque alguien había rechazado a su marido en una invitación a
bailar. Se quejaba de que el tango era un baile social, de que la mujer que
había rechazado a su marido era una maleducada, bla,bla, bla... todo perlitas
las que soltó la mujer que hablaba. Tras un minuto o dos de
conversación, me di cuenta de que la "maleducada" de la que hablaba
era yo. Poco después, las oí cerrar la puerta y salir.
Quisiera que alguna
mujer que piensa como ella me responda a la siguiente pregunta: ¿no es mejor
gastar la energía en tener buena onda, sonreír y abrazar, que en juzgar a
los demás sin más, sin conocer?
Una mujer es invitada
por un hombre y ella rechaza la invitación. Es una escena que no es agradable
para ninguna de las partes implicadas, pero sucede de vez en cuando. Hay
hombres que se ofenden, directamente asumen que la mujer no quiere bailar con
ellos, y listo. Muchas veces es cierto, otras no.
La verdad es que nadie
se para a pensar el porqué, simplemente se sentencia el acto, mediante un
juicio personal. A veces, el orgullo del hombre queda herido, y la
consecuencia de esto es que luego ese hombre ya no habla a la mujer de
nuevo, se comporta con incomodidad, evita su mirada, o incluso hay algún
osado que incluso la crítica. Pocos lo toman con naturalidad, sin darle más
importancia de la que merece.
¿Os ha pasado alguna
vez? Pues bien, yo soy una de esas mujeres que ha rechazado, nunca por gusto,
sino porque me ha salido del corazón. Me he visto en esa situación varias
veces. La primera vez me dolió la actitud del hombre, después ya no, aunque
sigue resultando algo molesto que reaccione de esa manera en lugar de con
naturalidad.
Hay algún hombre
rechazado (amigo o conocido), sin embargo, con el que he podido hablar
tomando una copa y explicarle el porqué de mi rechazo. Después
de comprenderlo la energía ha vuelto a fluir positivamente. Pero esto es
algo que no se puede hacer con cada milonguero. Además, nadie tiene el
deber de contar su vida ni dar explicaciones: comprender eso es respetar.
A este conocido le
expliqué que en mi caso particular, por motivos de salud, soy muy sensible a
cualquier movimiento brusco o a abrazos rígidos, que por leves que
sean, me hacen daño. Fui muy sincera con él y le expliqué, que como él, hay hombres que
aún no saben o no pueden disociar bien por los motivos que sean (salud, falta de práctica, o técnica), pero que les
gusta el abrazo cerrado (y rechazan el abrazo abierto, que es en el que la mujer
podría estar más cómoda). El que un hombre no disocie bien, hace que de alguna manera y sin querer, someta a la
mujer a movimientos antinaturales, que pueden dañar seriamente su columna, o
también las articulaciones, principalmente rodillas. En el mejor de los casos es simplemente molesto, no es agradable... y para disfrutar ambos de una bonita tanda, los dos deben de estar cómodos.