viernes, 28 de febrero de 2014

Todo lo que va, vuelve

Hace ya bastante tiempo, en una de mis primeras milongas fuera de casa, recibí una invitación que la consideré curiosa en un principio, insultante un poco más tarde. Mientras nos dirigíamos a la pista para comenzar el primer tango de la tanda me dejó saber la razón por la que me había invitado. Me confesó que me había estado observando bailar con alguno que otro y que le sorprendía que hubiera bailado con milongueros que según él eran terribles en cuanto a técnica y también con otros que realmente eran muy buenos bailarines, y que eso le tenía intrigado. Yo no entendía nada.

Por aquel entonces, disfrutaba bailando con cada chico que me invitaba, todos me parecían buenos bailarines, aunque con algunos me sintiera más a gusto en el abrazo que con otros. Mi mayor preocupación solía ser interpretar a mi pareja de baile, no caerme, ni colgarme -cosa que solo conseguía a ratos-, pero eso de escuchar la música y pisar a tiempo eran misión imposible. Está claro que mi baile era un desastre y yo era una principiante de libro.

Cuando terminamos la tanda me acompañó a mi silla y me dijo: "ahora lo entiendo, es porque eres... jovencita". Para colmo lo dijo mientras miraba descaradamente mi escote. Su comentario mezquino y fuera de lugar sobraba, y fue como un tortazo en la cara. Yo sabía que era principiante y que no estaba a su altura en cuanto a nivel de baile, y también que había hombres que seguramente me invitaban porque era joven y ellos unos viejos verdes, pero lo que no sabía era que había tipejos cómo él.

Está claro que ese "lo-que-sea" (lo de "señor" le queda grande) no sabe es que no todos no son como él y hay algún que otro milonguero experimentado que aunque no lo haga con frecuencia porque le gusta bailar con chicas con las que disfruta, de vez en cuando invita a bailar a mujeres con menos experiencia o que normalmente no bailan tanto por la razón que sea, solo para que ellas también tengan su oportunidad y disfruten. A eso se le llama solidaridad.

Después de soltarme aquello, me acompaño a mi silla para guardar las formas y no me volvió a invitar durante muchísimo tiempo. Pero en la rueda de la vida el tiempo pone las cosas en su sitio y todo lo que sube, suele bajar; todo lo que va, suele volver; y quien entiende termina no entendiendo. Muchísimo tiempo después, él consideró que yo ya estaba a su altura para bailar con él y su segunda invitación se dejó caer. Ya habia aprendido algo, no era novata que él había conocido sino más bien un híbrido entre milonguera dolida y una malvada bruja, en la que me convierto cada vez que la situación lo requiere. A pesar de ser él alguien alguien con quien estoy segura que hubiera disfrutado bailando en una situación normal, rechacé su invitación, no porque no me gustara la música, o por el cansancio o por cualquier otra razón, sino por venganza. Lo siento, pero disfruté del momento.

Quizás si él en aquella primera invitación me hubiera hecho el primer comentario y luego sin más hubiese sido amable y no hubiera bailado conmigo nunca más, hasta yo llegar a un nivel de baile que el considerara adecuado para que ambos disfrutemos, todo hubiera estado bien y habría aceptado su invitación. El caso es que no fue así, fue mezquino y eso es algo que no suelo tolerar ni dentro ni fuera de la milonga. No lo soporto.

lunes, 24 de febrero de 2014

Algo detrás de mi

La milonga estaba tan llena, que no había ni sitio para sentarse. Los milongueros se agrupaban en la barra del bar y tras la hilera de sillas, para saludarse, charlar, y esperar a que sonara una de esas tandas que arrastran a la pista.

Esta milonguera que os escribe estaba charlando, como de costumbre, en uno de esos grupitos, que además estaba por casualidad en el camino de la entrada a la pista de baile. Justo detrás había otro grupo de milongueros saludándose y moviéndose a los lados para dejar pasar a aquellos que se dirigían al rincón donde los abrazos se funden con la música. Sentía algo de claustrofobia.

Intenté relajarme, respirar y concentrarme en la conversación. Fue entonces cuando lo sentí: noté algo duro tocándome por detrás, pegado a mí, moviéndose un poco cada vez que su dueño intentaba desplazarse para dejar pasar o quizás para pasar, quien sabe. Yo no veía, estaba de espaldas a él. Ese "algo" que algunos de vosotros estáis pensando según leéis estas líneas, es exactamente lo que yo pensé que era. Me enfadé al ver que él no hacía nada para evitar el contacto y que encima parecía aprovechar cada oportunidad para rozarme.

Ya no podía más: ya no sentía ni claustrofobia, ni empujones, solo mi enfado in crescendo a cada segundo. Me di la vuelta dispuesta a batallar y a atravesarle la cara a ese fresco de turno. Entonces fue cuando me topé con la espalda de un hombre de cuyo bolsillo trasero del pantalón asomaba un abanico duro, largo, pero al fin y al cabo, un abanico.. ¡qué vergüenza!¡casi la lío! Lo peor de todo es que una mujer que charlaba con él vio cómo me daba la vuelta enfadada y se me quedó mirando, como preguntándose qué pasaba. Al hacer eso ella, los demás de su grupo se dieron la vuelta para mirarme mientras yo me ponía roja como un tomate. Me giré justo a tiempo antes de que lo hicieran todos ellos. Lección aprendida: definitivamente tengo que controlar mi carácter y no ser tan mal pensada.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Cuando el trabajo se mezcla con el placer

Recuerdo una milonga en la que fui a sentarme en una silla cerca de dos mujeres que no había visto en mi vida, y obviamente, según me acerqué, saludé. Señalaban a alguien mientras conversaban y yo miré. Luego me hablaron y me informaron de lo que estaban observando, o mejor dicho, criticando.

Miraban a un profesional que bailaba con una mujer principiante y era evidente que él al menos no estaba disfrutando, pero sonreía y la mujer estaba feliz. Estas señoras a mi lado comentaban que él solo bailaba con aquellas mujeres que formaban parte de alguna asociación de tango o que organizaban eventos o que podían ser potenciales alumnas, pero no con el resto, y claro, no les parecía bien. Supongo que en el fondo se morían de ganas de bailar con él y se sentían frustradas y fastidiadas porque sabían que no iban a tener oportunidad alguna. Su queja era extendida a todos los bailarines profesionales que hacen exactamente eso y no se mezclan con el resto de la gente para bailar, y a veces ni siquiera invitan a sus alumnos.

Creo que aquí hay que entender que, por un lado, a los bailarines profesionales les gusta bailar como nos gusta a los demás y van a las milongas a disfrutar; por otro, el baile también es su trabajo, su empresa, lo que les da de comer. Separar las dos cosas no es fácil, criticarlas sí.

Cuando un bailarín profesional va a una milonga por trabajo, intentará captar clientes para su empresa, cuyo fin por definición es el de generar el máximo beneficio. Para ello hará lo posible por intentar relacionarse con todas aquellas personas que puedan ser potenciales clientes o que puedan generarles trabajo: tarea puramente comercial. A veces eso implicará bailar con gente con la que es obvio que no disfrutan bailando, es parte del laburo.

A los demás también nos pasa lo mismo cuando vamos de cena de empresa o de trabajo con el jefe o los clientes, y aunque tengamos afinidad personal con ellos, no es lo mismo que cuando lo hacemos con amigos o la familia. Si coincidimos en un restaurante con un cliente, un proveedor o un jefe, seremos corteses, pero eso no implicará tener que sentarse a cenar con ellos. Puede que la relación laboral se mezcle algo con la personal, haya saludos o incluso un acuerdo para tomar un aperitivo o el café juntos, pero nada más.

Ahora bien, cuando unos bailarines profesionales van a una milonga por placer y no a trabajar, lo lógico es que bailen con los que disfrutan bailando, tal y como hacemos los demás cuando vamos a la milonga. Es obvio que no lo tienen fácil porque su trabajo y su placer coinciden en el mismo lugar, y ya que también es obvio que a pesar de eso todavía eligen ser bailarines profesionales, no se lo pongamos más difícil aún con nuestras críticas.

viernes, 14 de febrero de 2014

Personal e íntimo

No cabe duda de que nuestro baile es reflejo de cómo nos sentimos en un momento dado, de nuestro nivel de energía, de si nos gusta la música que suena, de si estamos cómodos con el abrazo, de si tenemos o no afinidad personal con la pareja de baile, de la cortesía y respeto mutuos, de cómo nos desenvolvemos en la vida y en la sociedad, y de nuestros miedos e inseguridades

Todos los tenemos en mayor o menor grado ya que al fin y al cabo somos seres humanos, somos vulnerables. Yo particularmente lo soy en el baile más que en mi vida personal o profesional. Es una debilidad que me hace sufrir un poco porque en mi intento por controlar mi entorno para sentirme segura,  en el baile no lo consigo. Me pongo nerviosa cuando se que hay una cámara de fotos cuyo objetivo me está apuntando o cuando alguien me observa con demasiada atención. No me disgusta por el hecho de que se observe mi forma de bailar o mi físico o mi forma de vestir para luego criticarlo, como si de un examen se tratara, sino porque siento que me roban algo al hacerlo, y ese algo nada tiene que ver con lo anterior. 

Al bailar expongo mis sentimientos, el alma, y la ofrezco por unos minutos a la música, a mi pareja de baile: para mí es algo así como desnudarme para alguien. Y esto no se lo puedo regalar a cualquiera, sino solo a quien me hace sentir lo suficientemente cómoda como para abrir esa caja de Pandora. Muchas veces quiero, pero no puedo; pocas veces no quiero, pero puedo. Nadie dijo fácil y el milagro de querer y poder se da en menos ocasiones de las que desearía. Aún así, cuando dejo que esa magia suceda y es compartida, no conozco sensación tan maravillosa que se le parezca. De ahí supongo el enganche que tenemos muchos milongueros a bailar: es como un veneno que nos corre por las venas... un veneno que nos encanta. 

Cada vez que bailo llevo la esperanza colgada de que el milagro se de y por eso no me gusta exponer mi baile a los ojos de nadie: es algo muy mío, personal, íntimo. Al bailar cuando otros observan, eso que debería ser privado, comienza a ser público y no me gusta.

Recuerdo hace un par de años, en la celebración de mi cumpleaños, me prepararon una "emboscada" unos amigos. Una vez en el centro de la pista, con lo que me parecían montones de ojos observándome cuando en realidad eran unos pocos amigos y conocidos, bailé un vals. Estaba nerviosísima y no fui capaz ni de escuchar la música, así que os imaginareis cómo salió aquello. Creí que me sentiría como cuando das el primer tirón de cera al depilarte: se supone que el primero duele pero el segundo no tanto. Nada que ver. Poco tiempo después volví a sentirme valiente y salí a bailar en un cumpleaños de un amigo. Esta vez sí había mucha gente mirando. El resultado: aunque conseguí no pisar al pobre cumpleañero, la música debía de estar en otra sala porque no fui capaz de oírla. A pesar de todo, lo bueno es que no morí en el intento, sino que tan solo sufrí una pequeña taquicardia y tuve que quedarme en la "sala de espera" hasta que mis pulsaciones volvieron a la normalidad. 

No me gusta que me observen bailar porque siento que me obligan a regalar algo que no quiero compartir con todo el mundo, no soy natural, no lo disfruto. Lo que siento es que este miedo o inseguiridad me limita en ciertos momentos de la milonga, pero no pasa nada, no me va la vida en ello. Tiempo al tiempo.

lunes, 10 de febrero de 2014

¿Seguimos?

Lo acababa de conocer ese mismo día, y tras ir a pasear con amigos por una ciudad que visitaba por primera vez, esa noche me invitó a bailar y me brindó una tanda maravillosa, inesperada. Encontrar a alguien con quien tienes piel, disfrutas, sientes la energía fluir, y realmente te apetece repetir, es una especie de milagro que no se da en todas las milongas. Me sorprendió que tras la primera tanda me preguntara: "¿seguimos?". Obviamente acepté. Luego él me comentó que para él y su entorno es nomal repetir tandas con las chicas con las que se baila a gusto.

Hay ambientes en los que no está bien visto bailar varias tandas seguidas con la misma persona, aunque estés a gusto y quieras seguir repitiendo, especialmente en España. Los argumentos que he escuchado a mi alrededor a lo largo de mi vida de milonguera son de los más curisosos.

El primero que escuché, venía atado de los supuestos códigos milongueros y vino de un milonguero de la generación 6.0. Supongo que influenciada por los orígenes del tango, en el que las etiquetas sociales eran estrictas y juzgaban muy ligeramente a la mujer por cualquier comportamiento considerado socialmente inaceptable, era que si bailabas dos tandas seguidas con un hombre, significaba que tenías un interés en él como mujer. Y me hicieron creer que en el tango seguía siendo así. Como yo vengo de una ciudad en la que saludas a un chico por la calle y cree practicamente lo mismo, pues decidí evitar problemas, así que aunque me muriera de ganas por repetir tanda, el "gracias" tras la primera tanda salía rapidísimo de mi boca, sin dar opción a la petición de una segunda: evitaba problemas que obviamente no existían.

Luego vino un argumento dado por una milonguera de la generación 5.0 que me convenció más, supongo que porque apeló a esa solidaridad que debe de haber entre mujeres, o a esa educación que recibimos basada en que en la vida todo es sacrificio y hay que pensar en los demás antes que en tí misma. Me suena, credo en mi familia. Así que de nuevo, asumí como válido el que al haber más mujeres que hombres en la milonga, no era solidario hacia otras mujeres acaparar a un milonguero más de una tanda. No tardé mucho en darme cuenta de que esto era un absurdo ya que un milonguero bailará con quien quiera, al igual que lo hará la milonguera, y que porque no aceptes una segunda tanda con él, eso no significa que necesariamente vaya a invitar a otra. Me recordó mucho a la edad de los 15 años, cuando tienes una amiga a la que le gusta el mismo chico que a ti, él te corresponde y no aceptas salir con él porque en tu amor de amiga crees que así puede fijarse en tu amiga y ella será feliz.

Tampoco tardé mucho en darme cuenta de que alguna mujer no veía con buenos ojos la repetición de tandas por un sentimiento de lo más primitivo: la envidia. Ahí dejé de ser la tonta del patio.

Aclaremos una cosa: tanto nosotras como ellos vamos a disfrutar a la milonga. La realidad es que todo el mundo no disfruta con todo el mundo, independientemente del sexo, el nivel de baile y muchos factores más, sino más bien de que haya o no conexión con una persona y que esta conexión sea mutua (muy importante este último dato). Por eso es normal que todo el mundo intente bailar con quienes disfrutan bailando: lógico y normal. Ahora bien, si un chico quiere bailar con cinco chicas con las que disfruta bailando, aunque no baile con ellas, no quiere decir que vaya a invitar a otras, ya que le puede pasar como a mi: si se que que no voy a disfrutar una tanda o no voy a hacersela disfrutar a alguien porque no me gusta la música o no me gusta el bailarín, no bailo. Prefiero disfrutar de la música sentada o viendo bailar a otras parejas. Así de simple.

Creo que encontrar a una persona con la que disfrutas y te complementas bien no es fácil y menos aún, que esta sensación sea mutua. Como no ocurre en todas las milongas y es más bien un regalo que llega de vez en cuando en forma de abrazo, hay que aprovecharlo y disfrutarlo. Si hay gente que en lugar de alegrarse critican ponzoñosamente debido a la envidia, definitivamente, es su problema.

jueves, 6 de febrero de 2014

Hablando de daños colaterales

Mi experiencia con los boleos no es buena ya que los golpes más fuertes que he recibido bailando han sido debidos a boleos exagerados y mal hechos. Aún así casi siempre que los siento, los hago y solo los corto en seco si la energía con la que han sido originados es excesiva y descontrolada, o cuando siento que puedo golpear a alguien. Y esto es lo que más me preocupa del boleo: dañar a alguien o que me dañen a mi.

Algunos lo llaman daños colaterales, y aunque a veces los acepte, no siempre admito pulpo como animal de compañía. Al igual que otros milongueros y milongueras, siendo víctima a veces de estos dolorosos daños colaterales, me enfadan. Lo hacen aún más cuando se multiplican en número y encima provienen del mismo bailarín, al que termino mirando con cara de pocos amigos. Luego miro también a mi bailarín y le hago sentir un poco culpable por no esquivar el peligro o a veces incluso, por provocarlo.

Está claro que a veces el milonguero no puede evitar el choque o no es culpa suya, pero al fin y al cabo, cuando una milonguera acepta una invitación suya, se entrega a un abrazo a ciegas, confiando en que él la protegerá. La milonguera camina hacia atrás la mayor parte del tiempo y es vulnerable porque no ve, con lo cual es responsabilidad del milonguero mantenerla fuera de peligro, y si no es así, de alguna manera se pierde esa confianza prestada y que a veces cuesta tanto entregar. Esquivar borregos no es fácil, pero recibir golpes y sonreír, todavía menos.

Os podeis imaginar entonces la situación en una milonga en la que me dieron tres golpes durante el mismo tango. Todos vinieron de la misma chica y como conozco al milonguero con el que ella bailaba, puedo afirmar que el culpable fue él, un fiti que en lugar de a la milonga, se cree que va a la Fórmula I. A mi pareja de baile le expliqué que ya no quería continuar bailando ya que si no era capaz de mantenerse lejos del fiti, yo no podía confiar en él, relajarme, y por tanto disfrutar del baile ni que él lo disfrutara. Como él no era principiante, sino supuestamente un milonguero experimentado, decidí que uno o dos golpes, vale; tres, eso ya no.

Cosas de la milonga que unas tandas más tarde el fiti en cuestión empezó a rondar por donde yo estaba, buscando objetivo. Me miraba. ¿Estaba de broma? Al principio me hice la sueca y miraba para cualquier lugar, y lo que es más, creo que en mi vida me he contorsionado tanto en mi silla para fingir que no veía a alguien. Aún así, hubo un momento en el que ya no podía pretender que no estaba delante mirándome, así que que hice exactamente lo mismo y tan pronto como me invitó, le rechacé, sosteniéndole la mirada, sin sonreír y sin sentirme mal por ello. Me sentí realmente liberada.

domingo, 2 de febrero de 2014

Tango a tres

¿Habeis visto alguna vez a un hombre bailando tango con dos mujeres a la vez? La primera vez que lo vi llamó mi atención y me hizo reír por su originalidad. Aquellos tres bailaban como si fueran dos y hacían que pareciera facilísimo: algo así como cuando ves a una pareja profesional bailar y también te lo parece, aunque luego intentas tú hacer un simple paso hacia adelante y encima te sale mal. Igualito.

He de confesaros que tiempo después fui yo quien intentó hacer lo mismo pero con un resultado más bien diferente. En ese momento es cuando realmente les admiré de verdad, tarde en el tiempo, en la distancia. Hacer algo así requiere concentración, técnica, experiencia, compenetración, en definitiva, es bastante más difícil de lo que yo imaginaba en un principio.

Me acuerdo que me dijeron: "mira solo al pecho del bailarín y muévete según lo sientas, como si bailaras sola con él". Esta ingenua milonguera se lo creyó, lo intentó, se lo pasó muy bien intentándolo, pero ahí quedó todo. Que no os engañen: de fácil, nada. Para hacerlo bien no solo hay que hacer lo que me dijeron, sino que además hay que estar pendiente de un montón de detalles más a parte de escuchar la música, estar pendiente del espacio, de tu compañera, de mantener el atípico abrazo bailando a tres, entre otras muchas cosas, y encima no reírse al meter la pata. Mucho pedir para mí: soy de esas mujeres para las que no aplica eso de que "el cerebro de las mujeres está mejor preparado para hacer varias cosas a la vez" (Abc.es, 03/12/13 por Pilar Quijada). Después llegué a la conclusión de que como casi todo, es cuestión de paciencia o de que ocurra un milagro y a una de mis XX le termine de crecer la patita para no parecerse tanto a una XY. 

Me gusta el rol de la mujer, preocuparme principalmente de la música y de sentir, dejarle a él el resto de los quebraderos de cabeza que tienen que ver con la pista de baile. Es también otra de las razones por las que me gusta tanto el tango: es el único momento en el que yo no tomo el control sino que dejo que otra persona lo haga por mi. El día que lo descubrí, me sentí como si hubiera vaciado una mochila cargada de piedras: me encantó.