La milonga estaba tan llena, que no había ni sitio para sentarse. Los milongueros se agrupaban en la barra del bar y tras la hilera de sillas, para saludarse, charlar, y esperar a que sonara una de esas tandas que arrastran a la pista.
Esta milonguera que os escribe estaba charlando, como de costumbre, en uno de esos grupitos, que además estaba por casualidad en el camino de la entrada a la pista de baile. Justo detrás había otro grupo de milongueros saludándose y moviéndose a los lados para dejar pasar a aquellos que se dirigían al rincón donde los abrazos se funden con la música. Sentía algo de claustrofobia.
Intenté relajarme, respirar y concentrarme en la conversación. Fue entonces cuando lo sentí: noté algo duro tocándome por detrás, pegado a mí, moviéndose un poco cada vez que su dueño intentaba desplazarse para dejar pasar o quizás para pasar, quien sabe. Yo no veía, estaba de espaldas a él. Ese "algo" que algunos de vosotros estáis pensando según leéis estas líneas, es exactamente lo que yo pensé que era. Me enfadé al ver que él no hacía nada para evitar el contacto y que encima parecía aprovechar cada oportunidad para rozarme.
Ya no podía más: ya no sentía ni claustrofobia, ni empujones, solo mi enfado in crescendo a cada segundo. Me di la vuelta dispuesta a batallar y a atravesarle la cara a ese fresco de turno. Entonces fue cuando me topé con la espalda de un hombre de cuyo bolsillo trasero del pantalón asomaba un abanico duro, largo, pero al fin y al cabo, un abanico.. ¡qué vergüenza!¡casi la lío! Lo peor de todo es que una mujer que charlaba con él vio cómo me daba la vuelta enfadada y se me quedó mirando, como preguntándose qué pasaba. Al hacer eso ella, los demás de su grupo se dieron la vuelta para mirarme mientras yo me ponía roja como un tomate. Me giré justo a tiempo antes de que lo hicieran todos ellos. Lección aprendida: definitivamente tengo que controlar mi carácter y no ser tan mal pensada.
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