Recuerdo una milonga en la que fui a sentarme en una silla cerca de dos mujeres que no había visto en mi vida, y obviamente, según me acerqué, saludé. Señalaban a alguien mientras conversaban y yo miré. Luego me hablaron y me informaron de lo que estaban observando, o mejor dicho, criticando.
Miraban a un profesional que bailaba con una mujer principiante y era evidente que él al menos no estaba disfrutando, pero sonreía y la mujer estaba feliz. Estas señoras a mi lado comentaban que él solo bailaba con aquellas mujeres que formaban parte de alguna asociación de tango o que organizaban eventos o que podían ser potenciales alumnas, pero no con el resto, y claro, no les parecía bien. Supongo que en el fondo se morían de ganas de bailar con él y se sentían frustradas y fastidiadas porque sabían que no iban a tener oportunidad alguna. Su queja era extendida a todos los bailarines profesionales que hacen exactamente eso y no se mezclan con el resto de la gente para bailar, y a veces ni siquiera invitan a sus alumnos.
Creo que aquí hay que entender que, por un lado, a los bailarines profesionales les gusta bailar como nos gusta a los demás y van a las milongas a disfrutar; por otro, el baile también es su trabajo, su empresa, lo que les da de comer. Separar las dos cosas no es fácil, criticarlas sí.
Cuando un bailarín profesional va a una milonga por trabajo, intentará captar clientes para su empresa, cuyo fin por definición es el de generar el máximo beneficio. Para ello hará lo posible por intentar relacionarse con todas aquellas personas que puedan ser potenciales clientes o que puedan generarles trabajo: tarea puramente comercial. A veces eso implicará bailar con gente con la que es obvio que no disfrutan bailando, es parte del laburo.
A los demás también nos pasa lo mismo cuando vamos de cena de empresa o de trabajo con el jefe o los clientes, y aunque tengamos afinidad personal con ellos, no es lo mismo que cuando lo hacemos con amigos o la familia. Si coincidimos en un restaurante con un cliente, un proveedor o un jefe, seremos corteses, pero eso no implicará tener que sentarse a cenar con ellos. Puede que la relación laboral se mezcle algo con la personal, haya saludos o incluso un acuerdo para tomar un aperitivo o el café juntos, pero nada más.
Ahora bien, cuando unos bailarines profesionales van a una milonga por placer y no a trabajar, lo lógico es que bailen con los que disfrutan bailando, tal y como hacemos los demás cuando vamos a la milonga. Es obvio que no lo tienen fácil porque su trabajo y su placer coinciden en el mismo lugar, y ya que también es obvio que a pesar de eso todavía eligen ser bailarines profesionales, no se lo pongamos más difícil aún con nuestras críticas.
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