No se cómo definirla. Normalmente ni suele ser realmente la última tanda, ni suele ser una tanda más, sino más bien una tanda especial, bailada en un abrazo que, o bien te enamora, o lo ha hecho en algún momento pasado. Sin embargo, a veces es ese abrazo desesperado que regalas a cualquiera cuando no quieres asumir que una noche maravillosa llega a su fin, pero a veces también es ese abrazo deseado y por fin alcanzado. Sea lo que sea, la última tanda, es la que te regala el abrazo que recordarás, el perfume que te acompañará a casa, la huella que quedará de una cálida mano, el sabor que te dejará esa milonga.
Era jueves, verano, y yo estaba de vacaciones. Como milonguera sin remedio, no tenía muy claro mi ruta turística, pero sí la localización, horario y precios de todas las milongas de la zona y el tiempo que necesitaba para prepararme y desplazarme hasta ellas, teniendo en cuenta de que soy rápida para ducharme y vestirme, me pierdo hasta con GPS, y atraigo como un imán a los contratiempos. Aquel día no fue menos: me quedé sin agua caliente, me perdí, y me olvidé la documentación en el hotel, así que llegué a la milonga más tarde que pronto, cuando apenas quedaban unas tandas para acabar la milonga.
Al ser nueva, no fue llegar y besar el santo, sino más bien llegar y planchar. Pero no fue tiempo perdido, sino que fue tiempo en el que observé y capté al único milonguero con el que realmente me dieron ganas de bailar. Le miré, esperé que él me mirara, pero el cabeceo no llegaba. Así, tanda tras tanda. Entre una y otra, acepté invitaciones, pero no me enamoró ningún abrazo, ninguno de aquellos quedaría en el recuerdo.
Entonces anunciaron la última tanda. Allí estaba él, y yo mirándole, como si no existiera nadie más para mi en la milonga. Fui testigo de una curiosa y frecuente escena: cómo él buscaba a una mujer (su abrazo deseado, sin duda) y cómo ella deseaba aún más otro abrazo (que no era el que él estaba dispuesto a brindarle). Seguí mirando a mi triste y deseado milonguero con su cara de pocos amigos y entonces me dije "ahora o nunca". Así que fui testigo también de cómo mis pies se levantaban, se acercaban y se quedaban plantados a unos dos metros de él, mientras yo seguía sonriendo. Fue entonces cuando se dio el milagro: me vio, me miró, me mantuvo la mirada, se lo pensó, y finalmente recibí ese cabeceo tan deseado.
Con el calor de su mano en la mía como recuerdo tras acabar la tanda, me disponía a buscar mi bolsa de los zapatos para cambiarme, cuando comenzó otra tanda (ya dije que la última tanda casi nunca es realmente la última). Levanté la mirada, justo para ver otra escena: en esta ella le buscaba a él, cruzaron miradas, pero él no se detuvo en ella, sino que buscó mi mirada y me cabeceó de nuevo. Ahora la que tenía cara de pocos amigos era ella. Me quedé confusa por un momento, sin saber qué hacer, pero por solo apenas un segundo porque bien se que las oportunidades no son muy dadas a esperar. Le sonreí y fui hacia él.
Fue una tanga agridulce porque por un lado la disfruté, pero por otro, tal y como dice mi experiencia como mujer y milonguera, parecía más bien que la invitación era consecuencia de un ego herido y el hombre vio en mi su perfecta "venganza", servida en bandeja de plata... mejor dicho, en tacones color plata.
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