Como si de una película al revés se tratara, la milonga empieza con los pies terriblemente doloridos metidos en un cubo con hielo en tu casa, mientras comentas la noche con tu pareja o con una amiga; o bien en un hotel, cambiando el cubo con hielo por una eficiente rociada de piernas con agua helada de la ducha; o dándote cremas y un buen masaje en los pies: todo ello, mientras engañas a tu hambriento estómago de la mejor manera que puedes.
Un poco antes has hecho eso, que por costumbre, no sueles hacer: volverte una besucona. Repartes besos por doquier, y sin darte cuenta te despides varias veces de la misma persona. Sales de la milonga y sigues regalando besos, despidiéndote de gente a la que verás en unas horas, y que viste justo el día anterior, y quizás por la emoción, igual terminas dando un beso incluso a una columna en lugar de a algún milonguero... como vi hacer una vez a un chico, aunque intuyo que los cubatas tuvieron algo que ver.
Luego la escena continúa con ese momento, en el que se te sale el corazón, después de haber aplaudido hasta dolerte las manos, y ya casi sin voz, tras pedir "otra, otra" una vez más. Te sientes viva, eufórica, adrenalina a mil corriendo por tus venas. No quieres que acabe, no tienes sueño, tan solo un pequeño malestar en el estómago recordándote que la cena quedó atrás hace ya muchas horas.
Ese último tango que suena, uno de los más especiales, al que te arrastras con lo que queda de ti y de tus pies, pero que por nada te perderías. Ya nada importa, te sientes ligera, emocionada, relajada, preparada. Dispuesta a improvisar si hace falta, a sacar lo mejor de tu tango.
Unas horas antes has salido de tu casa coqueta, con la raya del ojo pintada y una de tus faldas más bonitas, has limpiado tus zapatos y has metido en la bolsa unos, con un poquito menos de tacón, para las últimas tandas de la milonga. Has revisado tu bolso y ahí también has encontrado un abanico, caramelos, un pequeño monedero con dinero suficiente para la entrada y unas cuantas bebidas, la cámara de fotos para captar algún momento mágico, galletas, barritas energéticas o chocolates para compartir, unos pañuelos, una pinza para el pelo y mucha ilusión. Pero no hay identificación alguna dentro de ese bolso, porque tú ya no eres tú, sino esa milonguera en la que te has transformado... justo en el momento en el que salías de casa, con ese último toque de carmín en tus labios.
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