Los momentos más intensos y bonitos de la vida, en cuanto a emociones, son aquellos que repetimos una y otra vez en nuestro recuerdo, como cura o consuelo, cuando la vida no nos trata bien. En esas situaciones en las que nos roba a seres queridos u otros amores, alegrías, o nos pone en situaciones que se vuelven tan difíciles que nos desbordan. Entonces las memorias felices vuelven, son como un salvavidas en un mar donde creíamos ahogarnos. Pero lo hacen efímeramente porque tan solo las revivimos en nuestra mente, no con nuestros sentidos reales.
Esos momentos intensos y maravillosos también los vivo yo en el tango: un abrazo, una mirada, un solo sentir, esa conexión tan especial que llegas a sentir a veces con alguien. Pero aunque es también una ilusión que se desvanece en cuanto el tango termina, es muy real mientras dura. Son instantes tan intensos, en los que parece que el aire se corta en pedazos, en los que la gente de alrededor deja de existir y solo sientes tu corazón latir, como si fuera a salirse del pecho. La respiración queda en el olvido y solo existe una mirada intensa que te atraviesa y te desnuda el alma.
Ayer viví uno de esos momentos, justo al final de cada tango que bailé con él.
Cuando se siente algo así, siempre se tiene la certeza de que es algo compartido y las palabras sobran. Luego la magia se va disipando en cuanto percibes que la gente regresa a sus respectivas mesas y con la mirada siguen buscando nuevos abrazos. No en cada milonga, pero en algunas de ellas vuelves a sentirla, y ese anhelo de sentirla lo que que hace que pasemos tanto tiempo entre milongas.
Estoy segura de que volveré a abrazarle, a sentir que el aire se corta al perderme en su mirada, pero también estoy segura de que antes, si no es con él, lo sentiré con otro. Simplemente lo sé, el tango es así.
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