Hay
formas de
comportarse en la milonga que aunque no las comparta, las puedo llegar a
entender y también a respetar, por muy cansinas e impropias que me
parezcan. Sin
embargo, hasta ahora no había encontrado un comportamiento que me
resultara tan difícil tolerar, y sencillamente no puedo porque ese comportamiento en sí
mismo es una auténtica
falta de respeto. Entiendo que hay chicos que son buenos bailarines y no
quieren invitar a una principiante porque con ella no disfrutarán como
con las
otras bailarinas más experimentadas, pero de ahí a que ni siquiera le
hablen
para evitar sentirse en el compromiso de invitarla, es sencillamente
absurdo.
Si además resulta que esta chica está acompañada por una amiga con la
que ellos
se mueren por bailar, y se ponen a hablar con la amiga ignorándola a
ella
completamente, sin ni siquiera saludarla, me parece el colmo de la
grosería y
de la falta de educación. Y esto me sucedió repetidas veces durante un festivalito de fin de semana. La gente era bastante joven y el nivel de baile era alto
comparado
con el que por lo general encuentro en las milongas a las que suelo asistir.
A la primera milonga del festivalito llegué un poco tarde y ni siquiera pude encontrar un lugar donde dejar el
abrigo, o poder sentarme y tomar una copa: habían vendido muy por encima
del
aforo del lugar, con lo cual, moverse sin recibir un empujón era
bastante
difícil, y mucho más bailar o ver la pista. Además, hacía mucho calor,
la variedad de bebidas a elegir era reducida y hasta el agua se agotó.
Las posibilidades de
baile eran escasas o nulas y no por el aforo como yo pensé aquella
primera
noche, sino por otras razones. Esa noche bailé un solo tango –ni
siquiera una
tanda- con un chico principiante con el que entablé conversación de
casualidad.
Me fui a dormir esperando que el resto de las milongas fueran más
espaciosas y
mejor organizadas, y obviamente, de tener más posibilidades de bailar.
La milonga del sábado tuvo
lugar en un lugar algo oscuro pero mucho más grande, con mesas y sillas a un solo
lado de la pista. Resultaba un lugar agradable ya que la temperatura acompañaba
y también el espacio para moverse. La pista era otra cosa, ya que el suelo se agarraba a las suelas de los zapatos de forma escandalosa. Yo estaba
ilusionada y con energías renovadas después de descansar bien. La
primera tanda la bailé con un chico que tenía algo menos de experiencia que yo,
pero con quien disfruté mucho. Luego bailé con otro chico que era mucho más
experimentado que yo, como la mayoría de los presentes, y creo que ninguno de
los dos la disfrutamos, cada uno por nuestras razones. Y ese fue todo mi baile
esa noche, a no ser que cuente que el primer chico, me pidió
otras dos tandas más a lo largo de la noche, con lo cual, me resultó algo
excesivo, aunque compensó con creces por su simpatía y su buena educación. Es durante esta noche cuando por primera vez me ignoraron abiertamente, aunque pensé que eran los desubicados de turno, casos aislados.
La última de las milongas
fue la más reveladora. El lugar me encantó: había una pista de madera
maravillosa, un buffet con comida y bebida, mesas y sillas suficientes muy bien
distribuidas, masajes gratuitos y una temperatura agradable. Casi la milonga
perfecta. Pero a medida que la calidad de la milonga como lugar mejoraba, mi sorpresa también. Así que después de ser ignorada durante
casi toda la milonga bailé una tanda con el chico de la noche anterior; luego con otro principiante,
que me pisó dos veces e hizo que me clavaran un tacón dos veces en el mismo sitio (¡vaya puntería!); y con un hombre
de mediana edad, con unos ojos preciosos, con el que conecté de maravilla y que
me brindó la mejor tanda de todo el festivalito. La milonga duró ocho horas, puesto
que en realidad eran dos milongas en una, así que teniendo en cuenta que bailé cinco tandas a unos quince minutos cada una, pasé casi siete horas comiendo, charlando con
otras chicas que calentaban silla como yo, y observando.
No tardé mucho en darme cuenta de que en realidad, para
ciertos chicos/hombres, si no estas a su altura como bailarina, ni siquiera
estás a
su altura para te dirijan la palabra o te saluden, es decir, no eres
interesante para ellos. He de reconocer que al principio sentí indignación, pero la fui
dejando atrás. Fue una de las pocas veces en las que he sentido que la
milonga no era mi lugar, y lo curioso es que me sentí bien por ello. Quizás porque sé que a pesar de que a mí me gusta tanto bailar y me hace sentir tan bien, y como todo el mundo quiero bailar con quienes me hacen disfrutar de la tanda, no creo que sea hasta el extremo de hacer que mi educación y saber estar brillen por su ausencia.
Me fui a casa bastante más tranquila pero con una duda sembrada en mí: ¿el chico simpático y educado con el que
bailé varias tandas y luego tuvo el bonito gesto de venir a despedirse
dándome dos besos antes de marcharse, lo seguirá haciendo en unos meses o
unos años, cuando se convierta en tan buen bailarín como ellos?
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