Era verano y me fui de vacaciones
al extranjero. Hice mi pequeña búsqueda de milongas en mi destino a través de
San Google y di con un listado de milongas para cada día de la semana, así como
de un festival que tenía lugar en la zona.
Era jueves y la primera de
las milongas que elegí era un mercado durante el día. Por ello, en Internet
había una nota muy graciosa junto al horario de la milonga y el precio de la
entrada que decía “Don´t Forget to Bring Your Own Chair!” (¡no olvides traer tu
propia silla!). Quizás por eso elegí ir a esa y no a otra, simplemente me hizo
gracia. Me las apañé para que me prestaran una silla plegable, alquilé un coche
y me aventuré al centro de la ciudad. Tuve suerte y encontré rapidísimo lugar
para estacionar, justo en frente de la milonga. Parecía que era mi noche de
suerte.
Al principio busqué el
lugar ideal para colocar mi silla, justo entre la mesa con el picoteo y la
pista de baile, que curiosamente era un cuadradito más bien pequeño situado
como a uno o dos centímetros del suelo. Me quité los zapatos con mucha
tranquilidad y busqué en mi bolsa de tango, donde tenía mi par de sandalias
favoritas. Eran de colores vivos, con tacón alto, hechas a medida y muy
cómodas. Mientras hacía esto, iba observando el ambiente, los bailarines, y
charlando con alguno que otro que me daba la bienvenida. Y como era novedad en
la milonga, no me faltaron invitaciones. Fui bailando con todos ellos, sin
descanso ni para observar o seleccionar bailarín alguno, hasta que encontré un
momento para escaparme al baño e ir a comer algo. Hubo tandas de todo tipo y
muchas de ellas las disfruté de verdad. La pista se fue llenando más y más, y
empecé a preguntarme cómo iban a arreglárselas bailando ahí, cuando había algún
que otro bailarín que parecía bastante peligroso. Me refiero a los que les
gustan las figuritas, las coreografías y eso de “apártese quien pueda”. Primera
semejanza con las milongas en Europa, y digo esto porque me han dicho que en
Argentina, a estos tipos los echan de la pista, sin miramiento alguno. ¡Qué
buena costumbre si es cierta!
Mientras comía, con la boca
todavía llena de una o dos uvas, alguien me cabeceó: ¡pero lo hizo a solo dos
centímetros de mi cara! Casi me atraganto del susto, pero mantuve la compostura
lo suficiente para seguirle a la pista. Decidí bailar con los ojos cerrados
para no ponerme nerviosa. De repente, ya no estaba en la pista de baile. Todo
ocurrió muy deprisa. No se que pasó: quizás mi bailarín tropezó o le empujaron
ó le faltó habilidad. Y sucedieron 3 cosas: de pronto uno de mis pies se apoyó
fuera de la pista, que como he comentado antes, estaba más alta que el resto
del suelo, así que debido al desnivel caí hacia atrás; dos, al caer, mi tacón
hizo cuña contra el suelo y se partió; tres, seguí cayendo hacia atrás hasta
que alguien que lo vio todo llegó a tiempo de rescatarme antes de que mi cabeza
golpeara el suelo. Parece que sí era mi día de suerte. Un minuto más tarde, mi
corazón latía a mil del susto y con el tacón partido en mi mano, oí a mi
bailarín preguntarme: “¿quieres que sigamos bailando?”. No se la cara que le
puse, pero no necesitó respuesta alguna: se dio media vuelta y se fué.Y ahí
terminó la milonga para mí, porque no tenía calzado para seguir bailando, ni tampoco
cuerpo para ello.
Moraleja: es bueno ir a la milonga con un par de zapatos de baile extra, igual que cuando haces un viaje con el coche y llevas la rueda de repuesto... ¡nunca se sabe!
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