Como una sombra
E
ra ese mismo verano en el que me
fui de vacaciones al extranjero. Tras el incidente del tacón, me aventuré otro
día a ir a una nueva milonga, más pequeñita, situada en una zona de ambiente.
Me costó encontrarla porque había que subir muchas escaleras, hacer algún que
otro rodeo, seguir subiendo escaleras, y por fin dabas con una milonguita muy
familiar. Recuerdo un sofá retro para dos o tres personas ubicado a un lado de
lo que parecía más bien un salón de una vivienda, que una milonga. Parecía más
bien una reunión de amigos en un piso.
Paseé un rato para
observar, fui a por una bebida y me senté en aquel sofá que estaba libre,
parecía de lo más cómodo y encima estaba bien ubicado para poder observar. Por
bastante tiempo nadie me sacó a bailar, ni siguiera me saludaban, ignorándome
por completo, y me sentí como si me hubiera colado en una fiesta privada en la
que no había sido invitada. ¡Qué diferencia con la milonga en el que me quedé
sin tacón!
Después de un rato y
considerando seriamente la opción de irme después de estar sentada calentando
sofá como si estuviera en una milonga llena de rusas en las que las demás somos
casi invisibles, un chico se sentó mi lado. En seguida me plantó una sonrisa,
me dio conversación y a los pocos minutos me escribía en una servilletita de
papel algo en su idioma, que creo era coreano. Cuando le pregunté que ponía, me
dijo: “¿bailas?” Así que aunque me pareció que las intenciones del chico iban más
allá de un baile y que en la servilleta seguramente no ponía eso, acepté la
invitación porque me moría de ganas de bailar. Era un chico con abrazo
agradable, pero por lo demás, parecía que bailar con él era algo así como una
persecución al estilo 007: partía los tiempos de cualquier tema y los bailaba
como si se trataran todos ellos de milongas, y además, al estilo “apártese
quien pueda”. Después de esa tanda lo tuve siguiéndome a cada sitio al que iba,
así que tuve que desplegar todo mi ingenio para escaparme como una chiquilla
que hace pira de clase. Lo conseguí.
Pero me lo volvía a
encontrar en cada milonga a la que iba y me seguía a donde quiera que fuera. En
las primeras milongas bailé con él una tanda, pero luego simplemente no pude.
Era realmente molesto y yo intentaba ignorarle en la medida de lo posible. Le
di esquinazo varias veces, y aún así me buscaba, me encontraba y me seguía
sonriendo. Mis nervios no podían más. Hay cosas que no entiendo. ¿Porqué hay
hombres que insisten cuando es obvio que la mujer les está diciendo que no está
interesada?
Durante todos esos días
pude observar que nadie bailaba con él. Alguna persona me preguntó si era mi
amigo, alguna otra me hizo algún comentario sobre lo pesado que era, y un
milonguero con el que charlé un rato me confesó que ninguna mujer quería bailar
con él. Y entiendo perfectamente porqué. Creo que tuve la sensación de tener su
cara siguiéndome a cada milonga y cada sitio al que iba, hasta que por fin subí
al avión y regresé a casa… ¡y luego creí verlo en el avión!¡vaya pesadilla!
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