Una tarde de primavera, preciosa, soleada, junto al mar. Una milonga local, en la calle, esperando a que el sol duerma. Gente paseando alrededor, degustando helados artesanos, contemplando abrazos y sonrisas desplazarse sobre tablones de madera. Una milonguera que intenta bailar, mientras respira a mar, mientras siente la brisa revolver su pelo. Ella esquiva como puede agujeros que hay entre los tablones y que forman la pista de baile. Es su tarde de suerte: diana total con su tacón en cinco de ellos.
Un chico que observa, se ríe. Es joven, guapo. Hace tiempo que mira a la gente bailar. Amor a primera vista, del tango, sin duda. Una milonguera de rojo le mira, él la mira. Vuelve a mirar, ella también. Él se queda allí, observando, disfrutando, aplaudiendo cuando acaba una tanda. Ella recibe una invitación y baila, y mientras baila, ella le vuelve a mirar. Él la mira también.
Él se levanta, busca a alguien a quien preguntar, aunque no por ella. Le dan información sobre clases de tango, seguro que llamará. Quizás un futuro milonguero acabe de nacer mientras otro chico observaba, este otro también joven, no tan guapo, sí muy simpático. Pregunta también por clases. Quizás el tango ha vuelto a enamorar.
Milongueras jóvenes, guapas, sonrientes, encantadas del interés que despierta el tango en chicos jóvenes. Rodean al simpático, le enseñan sus primeros pasos. Él, feliz, disfruta, ríe, queda hipnotizado por ellas, un perfecto akelarre de milongueras. El otro chico, más tímido, observa de reojo, también encandilado, deseando ser embrujado por ellas.
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