domingo, 12 de abril de 2015

Cuando sobran las palabras

Había bailado con él una sola vez, un año antes. Recuerdo su abrazo, suave; recuerdo la conexión entre nosotros, maravillosa; recuerdo su mirada, dulce e intensa; y recuerdo también su sonrisa al despedirnos, una sonrisa igual de calurosa que la que me recibió cuando volvimos a encontrarnos un año después.

Durante el transcurso de las horas, él me miraba y se encontraba con mis ojos fijos en él; más tarde, cuando yo le miraba, encontraba siempre sus ojos fijos en mí; así que cada vez, todas las veces, nos perdíamos en miradas que sosteníamos en el tiempo, durante varios segundos, a veces hasta diez o veinte segundos. Es mucho tiempo, pero se hace poco para una mirada en la que no hay palabras, en el que la comunicación va más allá de las mismas. Me hice adicta a mirarle, a encontrarme una vez más con su mirada. Y así pasamos todo ese primer día.

Al día siguiente, al encontrarnos de nuevo nos saludamos, nos fundimos en un abrazo largo, de esos que das cuando no quieres separarte nunca. Pero una vez que ya no era posible sostenerlo por mucho más tiempo sin que alguien rompiera la magia con alguna broma, volvíamos al juego de miradas eternas. Aquel día, tras muchas conversaciones sin palabras y llegada la hora de despedirse para ir a cenar, se acercó de nuevo para abrazarme y, mientras me derretía en su abrazo, me susurró "I would love to dance with you...". Entonces creo que me enamoré totalmente de él, en un sentido platónico total y maravilloso: le miré, le sonreí, no hubo necesidad de palabras.

Aquella noche bailamos, y conectamos a un nivel tal, que me hizo sentir miedo de no volver a sentir algo así: fue una de las mejores experiencias de mi vida como milonguera.

Tras aquella increíble experiencia volví a encontrármelo los días siguientes, y de nuevo nuestro ritual de fundirnos en un abrazo del que nos negábamos a despegarnos, fue el saludo mañanero. Luego venían las miradas, con el remate de una sonrisa, y cuando ya ninguno se aguantaba las ganas, nos acercábamos y nos volvíamos a fundir en otro abrazo. Jamás me había pasado algo así con alguien. Pura dulzura.

La siguiente noche que volvimos a bailar, ya muy cansados los dos, no fuimos capaces de conectar, así que lo solucionamos con un abrazo lejos de las miradas, de esos que duran varios minutos. Y al siguiente día que bailamos, más temprano en la noche y menos cansados, sucedió de nuevo la magia... volví a caer rendida en su abrazo.

La eternidad no va asociada a los momentos mágicos, o estos dejarían de serlo. Así que llegó el amanecer en el que yo debía despedirme, tomar un taxi para ir al aeropuerto y de ahí un avión de regreso a casa. Le busqué, le encontré y cuando los primeros rayos de sol todavía no se atrevían a salir, él me acompañó a la salida del recinto de la milonga, mientras tiraba de mi maleta y no apartaba sus ojos de mi. Luego tuvo lugar una despedida en forma de secuencia de abrazos digna de recordar, que hizo que nos costara separarnos un gran esfuerzo. Con una losa de pesar, caminé hasta un taxi, y justo cuando estaba a punto de subirme a él, me giré, para visualizar en mi imaginación la despedida de solo unos minutos antes, pero allí estaba él de nuevo, sosteniendo esa última mirada suya...

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