Hay algo que me sorprende y que me da pena
al mismo tiempo: los milongueros que aunque han oído
hablar de las diferentes orquestas, no son capaces de mencionar más de
cinco. La razón: no escuchan tango. Así como no hay más ciego que quien no quiere ver, tampoco hay más sordo que aquel que no quiere oír: y eso se nota en la milonga, se nota al bailar.
Lo que más me llama la atención es que parece no preocuparles demasiado. Muchos de ellos lo bailan todo, casi por igual, y
aunque a veces van a ritmo y técnicamente bailan, no escuchan la música en sí, sino que juegan tan solo con el ritmo. Es triste, porque se pierden la emoción y las sensaciones que ella da, esas que te hacen introducirte en las conversaciones de los instrumentos, vivirlas; esas que te erizan la piel, las que te hacen soltar un suspiro y con él, una sonrisa.
Hace poco descubrí una manera fácil de saber si un milonguero, sin bailar con él o sin verle bailar, si tiene o no posibilidades de encandilarme en la pista. ¿Cómo? ¡Pues compartiendo coche con él! Y a ser posible, su coche. De esa manera intuyes o no si esa persona escucha habitualmente tango, por el placer de escuchar, sin bailar. Si tiene tango en el coche, seguramente también en casa, quizás incluso cante en la ducha o haga algo parecido llamado desafinar (como es mi caso) y si esa persona escucha tango fuera de la milonga, lo más probable es que también lo haga en la milonga. Pero, por el contrario, si no escucha tango ni en su casa ni en su coche, es probable que tampoco lo haga en la milonga.Y no hay nada más desagradable que bailar con alguien que no escucha lo que suena.
Así que esta milonguera que escribe, si de casualidad sabe de alguien que no escucha tango en su vida cotidiana, seguramente tampoco aceptará una invitación a bailar suya: porque blanco y en botella, suele ser leche.
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