Asistía por última vez a una milonga en aquel festival que se celebraba al lado del Atlántico, después de una semana haciendo turismo y asistiendo a milongas hasta las tantas de la madrugada. Me senté en una mesa como cada noche, hablé con amigos y conocidos, bebí un par de copas y esperé a recibir alguna invitación.
Tras unas tres horas de espera me di cuenta de que las invitaciones probablemente no llegarían. Estaba asumiendo este hecho cuando la mezcla de la relajante música, el cansancio y el calorcito que me proporcionaron las dos copas de vino que tomé, hicieron que entrara en un estado de relax increíble. Apoyé el codo en la mesa y la cabeza sobre mi mano para cerrar los ojos un rato y disfrutar más aún de la música, pero al hacerlo debí de colarme de mundo y me olvidé de la realidad de la milonga: me quedé dormida.
Creo que que de haber estado en horizontal, hubiera llegado al noveno sueño en cuestión de segundos.No se si ronqué... solo espero que no. Recuerdo a una amiga viniendo hacia mí al finalizar una tanda, con esa cara de reproche de "no bebas más vino". Intenté abrir los ojos e incorporarme sin éxito alguno. Fue en ese momento de certeza cuando decidí que lo mejor era retirarme, no sin antes explicarle a mi amiga que había tomado solo dos copas y mucha agua, y que no me quedaba dormida por el alcohol, sino por una mezcla desproporcionada de un tercio de cansancio y dos de puro aburrimiento. Un festival para no volver, sin duda. Descubrí por la red que no soy la única que se sintió así. Ya veré si es en un futuro uno de esos sitios a los que se les da una segunda oportunidad: quizás sí, soy de las que dan una segunda oportunidad, no una tercera. Aunque en contra tengo que en lo que a milongas se refiere, las segundas oportunidades suelen decepcionar bastante.
Aquella milonga fue la primera en la que no bailé ni una sola tanda, la primera en la que me dormí, y también la primera en la que vez en mi vida que me dormía sentada... ¡en una mesa con gente!
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