Era la misma milonga en la que yo me animé a invitar por primera vez, en la que obtuve cuatro rechazos de cuatro invitaciones. Aquello me desanimó definitivamente a seguir invitando, no así a disfrutar de la música, la compañía de buenos amigos y el ambiente de la milonga. Hay noches en la que no puede ser y hay que asumirlo.
Asumidísimo lo tenía cuando un señor extranjero, mayor, muy alto se me acercó, me miró con una sonrisa, y me invitó a bailar. Obviamente acepté sin saber ni cómo bailaba, aunque os he de confesar que ya una amiga me había dicho que le había gustado bailar con él, así que me imaginé que sería una tanda al menos aceptable.
Empezamos a movernos con los primeros compases del primer tango cuando sentí una gota caer sobre mi frente e ir resbalando lentamente por mi nariz, haciéndome cosquillas, y finalmente posándose cerca de mis labios. Con un gesto rápido solté la mano del abrazo de mi pareja y retiré la gotita de mi cara. Pensé que mi suerte no tenía límites al estar justamente debajo de la única gotera de la milonga, ya que el suelo estaba seco e impecable. Es ese tipo de suerte que se tiene cuando pasa una paloma por encima de un montón de gente y te cae justo a ti la sorpresita.
La segunda gota, justo cuando pasábamos por el mismo lugar, me irritó un poco, me desconcentró, e hizo que mirara instintivamente hacia arriba para buscar la gotera o un posible bromista subido a una viga, pasándoselo en grande con una flor de esas que tienen los payasos en la solapa y que tiran un chorrito de agua cuando te acercas. Pero no, ni había payaso ni alma alguna sobre las vigas.
La tercera gotita, ya dentro del segundo tango, hizo que me diera cuenta de que por mucho que no me gusten las goteras y los payasos, hay todavía cosas peores. Esa vez estaba totalmente decidida a averiguar qué pasaba, e incluso a buscar ayuda en mi pareja de baile para localizar la gotera. Entonces lo miré. Lo siguiente que recuerdo es el esfuerzo sobrehumano que hice para no dar un grito de horror ahí mismo, al descubrir que las gotitas de lluvia no eran tales sino sudor de mi pareja de baile, cayendo directamente sobre mi, como si de gotas de lluvia se trataran.
Lo que además me dejó totalmente anonadada es que él se dio cuenta, sacó un pañuelo de papel para secarse, sonrió a modo de disculpa, y continuó bailando como si nada. No tuve el valor para sentarle pero si para adaptar mi abrazo a la situación e intentar salvar una tanda insalvable: ni corta ni perezosa, abrí el abrazo todo lo que pude, eché mi cabeza hacia atrás y continué bailando esos tangos como si de valses vieneses se trataran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario