Era una de esas milongas de un gran evento, en el que había muchísima gente: los milongueros y milongueras parecían hormiguitas en la pista de baile, quizás porque yo ese día encontré un lugar en altura para sentarme, donde se apreciaba cada rincón, cada abrazo, cada sonrisa.
Lo menos bueno de ese lugar era que se hacía especialmente difícil el cabeceo si el chico no miraba un poco hacia arriba. Aún así disfruté durante bastante tiempo viendo bailar a la gente y quedándome con las caras de los bailarines con los que me apetecía bailar. Con unos cuantos lo conseguí, pero hubo uno que me tenía totalmente encandilada y que encima, se me resistía. Para mi mala suerte, al sentarse, tras tres tandas seguidas, fue a hacerlo cerca de los maestros. Dudé. Él no miraba hacia donde yo estaba ni de casualidad, así que utilizando esas artes de brujas que tenemos algunas, me paseé cerca suyo para ver si había suerte y me veía. Nada.
Mientras regresaba de nuevo a mi sitio me interceptó otro chico y me invitó a bailar. Disfrutamos de una tanda maravillosa en la que hubo caminaditas, algún giro y un precioso abrazo. Después regresé feliz a ocupar mi silla y saqué mi abanico. Mientras lo hacía vi que él por fin miraba hacia donde yo estaba. Así que sin entender a día de hoy qué es lo que me impusó a hacerlo, le miré a los ojos y le cabeceé yo a él.Era la primera vez que intentaba un cabeceo y el gesto que me salió fue un levantamiento de cejas, similar al que marcas a tu pareja jugando al mus cuando tienes duples. Vi su cara de sorpresa y luego miró hacia los lados, supongo que comprobando que realmente era a él a quien le hacía ese especie de cabeceo o para comprobar si realmente era un cabeceo, qué se yo. Ya de mojada, al río, y para que no tuviera duda alguna, le sonreí. Él me devolvió la sonrisa, aunque aquello era más bien era una risa en toda regla, se levantó y se dirigió hacia mi.
Fui algo escandalosa, lo reconozco, y me hubiera muerto de la vergüenza si no se levanta porque creo que media milonga se dio cuenta, pero mereció la pena el esfuerzo. ¡Vaya tanda que me brindó! Después de eso decidí que ya me podía ir a dormir... a seguir soñando y nada más.
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