A veces, bien por su inexperiencia, es decir, sin poder evitarlo, o porque va embalado y a lo suyo, el milonguero con el que bailas te arrastra al desastre: sientes un taconazo, un empujón, o algo peor. Dejas de oír la música y si continuas bailando, definitivamente lo haces con miedo, sin permanecer entregada ni a la música ni al abrazo. Otras veces, sin embargo, sabes que puedes cerrar los ojos y entregarte en cuerpo y alma porque quien te abraza tiene como objetivo hacerte disfrutar pero por encima de todo, protegerte.
Estaba con unas amigas milongueras cuando comenté en voz alta que me encanta bailar
con milongueros que son capaces de hacer lo que sea por protegerme mientras
bailamos y que cuando así siento que lo están haciendo, me derrito, me encanta. Estos milongueros suelen ser casi siempre experimentados, bailan
suavemente aunque derrochen energía, son generosos y buena onda. Y para que vamos a mentir: nos vuelven locas a las milongueras.
A mis amigas les describí con detalles esos milongueros y esos momentos de los que hablo. A veces, bailando en abrazo cerrado con un milonguero, con los ojos cerrados y totalmente entregada a la música, de repente siento como él se para casi completamente en el sitio. Mientras esto sucede noto cómo él recoge el abrazo, pegando mis brazos a su pecho, hasta que a modo de escudo me veo rodeada solo por su cuerpo. Entonces abro los ojos y me doy cuenta de que estamos rodeados y que de ninguna manera nos vamos a librar de un golpe. Entonces comprendo que de esta forma, casi quieto, intenta evitar que alguien me golpee, y está alerta, dispuesto incluso a recibirlo él.
Cuando siento que esto sucede, simplemente me derrito. Es sin duda uno de los momentos más especiales y que me hacen sentir mejor en la milonga: la sensación de que me cuidan. En ese momento me enamoro por un solo segundo de mi pareja de baile. Del todo. Es parte de la magia del tango.
Lo que más me sorprendió descubrir en esta confesión pública de mis debilidades, fue que cuando describí en voz alta ese momento en el que él se para para protegerme, como si nada más importara, me di cuenta de que todas poníamos la misma cara de bobaliconas y nos derretíamos solo con pensar en un instante de esos. Fue un descubrimiento agradable saber que es una debilidad probablemente de toda milonguera, y no solo mía.
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