Estaba pasando un fin de semana de turismo y tango con una amiga en una preciosa ciudad francesa. Era sábado y habíamos oído hablar de una milonga con mucho encanto que tenía lugar en una plaza céntrica en la que había bancos de madera para sentarse, un banco corrido de piedra, y un par de cafeterías alrededor, para reponer fuerzas a mitad de milonga.
Me sorprendió el equipo de música excepcional que tenían allí desplegado, así como la cantidad de gente que había ido a disfrutar y también la cantidad de gente que observaba la milonga con esos de sorpresa y de "yo quiero" con los que todos miramos alguna vez a las parejas cuando bailan. Era una milonga preciosa en la que la gente estaba muy mezclada, y se respiraba buena onda.
Lo único a lo que poner pegas de aquella milonga era el suelo, que al fin y al cabo no era el más ideal para bailar. Por lo visto, alguno de los organizadores o quizás alguno de los milongueros asistentes había pensado exactamente lo mismo y tuvo la brillante idea de poner polvos talco cerca de uno de los altavoces. Todo el mundo iba como loco a pisar los polvitos blancos con la absurda esperanza de deslizarse mejor por la pista, porosa, irregular y de baldosa... especialmente las elegante mujeres francesas que insistían en lucir sus bonitos zapatos en un suelo que no estaba hecho para ellos. No pude evitar una sonrisa al ver aquello. ¡Qué afán por conseguir que un suelo que era imposible que resbalara, lo hiciera!
Cuando la milonga terminó miré hacia lo que quedaba de lugar donde habíamos bailado. Aquello parecía más bien una pista de ski que el suelo donde había tenido lugar una milonga. Eso sí, obviamente no por lo que deslizaba, sino por el colorcito blanco-nieve que cubría toda la zona de baile. ¡Que pena que no llovió! ¡De haberlo hecho podríamos haber convertido la milonga en una batalla de "bolas de nive"!
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