Era el festival de Tarbes y yo estaba sentada en la última fila de las gradas laterales, esas con peldaños tan mortíferos que hacen que cada año más de una milonguera esté apunto de quedarse sin dientes tras rodar unos cuantos escalones abajo. Había elegido aquel sitio porque a parte de que me gusta la aventura, era uno de los sitios más discretos para dejar las pertenencias, era además un lugar donde observar bien la pista y el ambiente, y a la vez ideal para evitar un exceso de invitaciones directas incómodas.
Sonaban los primeros acordes de uno de esos temas que te hacen saltar de
la silla y ponerte como una loca de emoción y de ganas de bailar. En aquel momento yo estaba cambiando mis zapatos a unos con menos tacón. Creo que entonces batí el record del mundo en ajustarme las tiras de las sandalias y salir corriendo a la pista en busca de una pareja para bailar la orquesta de mis amores... y todo eso conservando cada una de las piezas que componen mi sonrisa.
Una vez en la pista intenté relajarme y concentrarme para mirar a aquellos bailarines con los que me gustaba la idea de bailar esa tanda tan especial. Sentía que no podía bailarla con cualquiera: necesitaba alguien con sentido de la musicalidad, con ganas de jugar, de escuchar, de ser cómplice, de hacerme volar. Cabeceé a uno, pero no hubo suerte. Finalmente, algo desesperada, localicé a mi lado a uno de mis bailarines favoritos y haciendo eso que solo hago en situaciones muy particulares, invité de forma directa. Tampoco tuve suerte esa vez: él rechazó mi invitación.
A veces no puede ser, así que con cara de pena, pero al menos con ganas de disfrutar la música sentada en mi silla, subí las escaleras del exorcista, donde un amigo me miraba con cara de sorpresa por no estar bailando mi tanda favorita. No se lo pensó dos veces: se levantó, como el mejor de los amigos, me invitó a bailar.
¡Y qué contaros! a pesar de que solo llegamos a bailar los dos últimos temas, él los hizo inolvidables. Como siempre, supo esperar, sintió, escuchó, permitió que mis pies jugaran con la música, e hizo que
aquella conversación de a trés -la música, él y yo-, fuera inolvidable. Me hizo volar. Gracias por todo, D'Artañan.
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