Finales de verano, en una localidad declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad en 1981. Allí tenía lugar un festival, con formato de maratón, en la que desde las dos de la tarde hasta bien entrada la madrugada, podías disfrutar de los abrazos hasta que tus pies no daban más, sobre un suelo de madera, colocado para la ocasión, y rodeado de paredes que en otros tiempos habían pertenecido a una preciosa iglesia gótica. El sitio, simplemente increíble, precioso.
Era jueves y había hecho un viaje largo, así que tras asearme rápidamente en el hotel, me fui corriendo a la milonga. Hacía ya dos horas que los abrazos se deslizaban por la pista. Decidí cenar algo ligero y casero allí mismo, mientras observaba la pista y me sumergía en el ambiente, así que compré un refresco y un platito de algún tipo de tartaleta de verduras y busqué un lugar para sentarme. Junto a una enorme columna vi una mesita de noche, parte del decorado, y como parecía que todas las mesas estaban ocupadas, me pareció una buena opción. Además, desde ahí vería a mis amigos llegar.
Dejé mi cena sobre la mesita y localicé a medio metro una silla que estaba sin ocupar, la acerqué y me senté toda emocionada, nerviosa por empezar a disfrutar del maravilloso fin de semana de tango. Una milésima de segundo después sentí cómo la gravedad me atraía estrepitosamente hacia el suelo de piedra, mientras sin comprender lo que sucedía, mi trasero aterrizaba bruscamente encima de lo que quedaba de mi silla, que ahora estaba hecha añicos.
Tardé unos segundos en reaccionar, intentar moverme para comprobar que mis huesos no habían terminado como la silla. Para cuando se me fue el susto del cuerpo, ya tenía a un amable señor ayudándome a levantarme y a una testigo super-simpática de la organización, que no paraba de preguntarme si me encontraba bien. Ella retiró la silla, y me trajo otra, y tras asegurarse de que estaba en condiciones, volvió a disculparse para luego ofrecerme un postre o un refresco para terminar de quitarme el susto. Todo un detalle. Definitivamente aquel fin de semana no lo empecé con buen pie, pero
suelen decir que lo importante no es como se empieza, sino como se
acaba.
A lo largo del fin de semana, yo y mis morados repartidos por todo el cuerpo, nos cruzábamos con esta chica de la organización bastante a menudo, y cada vez que lo hacíamos había alguna broma de por medio, o un ratito de charla, así que con los días se formó una complicidad especial y muy buena onda. Tanto, que al final del festival, habiéndose mis amigos ya a sus casas y yo quedándome un día más antes de regresar a la mía, me ofrecí a ayudarle a ella y a su equipo a recoger todo. La sorpresa vino después, cuando como agradecimiento por la ayuda, me invitaron a cenar con todos ellos comida casera riquísima, dando así el broche final a un estupendo fin de semana lleno de tandas
maravillosas, un ambiente increíble y una sensación de querer volver.
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