Es curioso que esta y la anterior seas de las pocas entradas que escribo que corresponden realmente con el momento en el que los pensamientos revolotean en mí. Necesito escribir sobre ello y hablar sobre ello, y por eso precisamente hablé de ello con varias personas este fin de semana. Las respuestas que obtuve fueron diversas. Todas a quienes les hablé del tema son milongueras más experimentadas que yo en el baile, y fue a propósito, puesto que son ellas quienes seguramente hayan pasado por algo así en algún momento de su vida milonguera.
La primera milonguera con la que hablé me dijo que sentirse así es normal, que son etapas. Me sugirió que siga tomando clases y mejorando para poder acceder a mejores bailarines. Parece razonable, pero no me termina de convencer. Me doy cuenta que cuanto más mejoro, más se crece la diferencia de nivel con los milongueros locales y disfruto menos bailando con ellos. Por eso mismo, si voy mejorando pero ellos no lo hacen, entonces esta solución no parece la más adecuada, sino más bien la contraria: dejar yo de tomar clases.
La segunda persona me dijo que no debería quejarme porque a mi lado hay otras bailarinas más experimentadas que sufren más que yo por lo mismo. Ahora va a ser que si a ti te pegan una torta y a la del al lado le han pegado dos, no puedes quejarte.¿Perdón? Absurdo. Me sorprendió escuchar esto precisamente de ella, una chica que se queja constantemente de esto y va de morros a casi todas las milongas locales.
La tercera persona me dijo que le pasaba igual, y juntas nos quejamos un rato, reímos, nos desahogamos y luego incluso bailamos alguna tanda que otra cada una.
Con la cuarta persona la conversación se alargó un buen rato y rondó otros temas. En un momento dado yo le comenté que normalmente no me apetece aceptar invitaciones de gente con la que se que no voy a disfrutar bailando, y que además, no me parece justo hacerlo, pero que a veces, es eso, o no bailar. Sinceramente, duele pagar alrededor de 10 euros para entrar en una milonga y no bailar. Ella opinaba que a pesar de que el hecho de rechazar esas invitaciones pueda implicar no bailar, es lo que deberían hacer todas las milongueras. Según ella, de esa forma no incitamos a los milongueros que no ponen empeño en mejorar y no asistir a clases, a que sigan en la misma línea, ya que así se acostumbran a bailar con buenas bailarinas siendo ellos mediocres. Me quedé sorprendida una vez más por su respuesta, pero luego comprendí todo al darme cuenta de que ella se gana la vida impartiendo clases. Además, en realidad creo que si hacemos eso de no aceptar ninguna invitación de estos chicos, ellos, desmotivados, dejan de bailar... y ya faltan chicos como para desanimar a los pocos que hay.
La quinta persona me dijo lo mismo que la primera y que para ella la milonga era mucho más que bailar: el lugar donde se junta con amigos. Yo le confesé que últimamente es lo que más me motiva a la hora de ir a las milongas locales. Luego vino una amiga y me puse a bailar con ella. Y esa fue una solución no dicha con palabras: aprender el otro rol y bailar con mis amigas. Me da pereza y no me gusta la idea, pero quizás sea la solución.
Con esa idea en mente y ya habiendo aburrido a bastante gente con el tema, decidí dejarlo correr, dormir unas horas y comprobar si es cierto eso que dicen que con unas cuantas horas de buen dormir se despejan hasta los pensamientos más oscuros. Y yo digo que el estómago lleno también ayuda. Por eso mismo, aunque sigo sin ganas de ir a bailar, al menos estoy resignándome con una sonrisa mientras me lleno la boca de turrones y polvorones.
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