El tiempo pasó y bastante tiempo después me emparejaron con él para una clase de vals. Yo accedí a bailar con él porque el recuerdo que tenía era maravilloso, fui de lo más ilusionada a la clase, consciente de la suerte que tenía de que quisiera hacer la clase conmigo. Y entonces sucedió. Este señor, que antaño me parecía fantástico, casi un dios, del cual me encandilé y morí de ganas muchas veces por bailar con él, de repente parecía que ya no sabía bailar y que no era capaz ni de mantener el eje... y dejó de ser mi rey. ¿Os ha sucedido esto alguna vez? Es como la bestia que se convierte en príncipe, pero al revés.
Soy consciente de que algunas veces bailas con bailarines muy a gusto y bien unas veces, la siguiente semana vuelves a bailar con ellos y parecen otras personas y no hay conexión, no disfrutas igual, pero luego pasa otra semana y vuelven a ser una maravilla. Antes solía creer que no eran ellos, sino yo, porque soy una persona muy emocional y mi baile depende del cansancio, de si tengo hambre o no, de si voy cómoda o no con la ropa o los zapatos, o de si estoy triste o feliz, de mil razones. Con el tiempo me he dado cuenta de que ellos también son emocionales, que todos lo somos, y que son muchos los factores que intervienen para que se de esa conexión tan especial que es lo que te hace volverte loca por el tango.
Pero lo que me sucedió en esa clase nada tiene que ver con mi estado emocional o el de mis bailarines, sino con nuestra evolución en el baile. Ahora algo ha cambiado: en mi mundo hay ciegos, hay tuertos y gente que no tiene ningún problema en la vista. Mi querido francés, antes tuerto, antes el rey, pero ya no lo es.
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