Un tarado en la milonga
Era la última milonga de un
festival de tango en Europa. Se celebraba un domingo por la tarde, y como en
este tipo de milongas, todo el mundo estaba relajado, cansado y con dolor de
pies, pero muy a gusto después de milonguear y compartir clases y comidas por
varios días con otros milongueros y milongueras. El ambiente era de lo más
agradable. Yo estaba sentada junto a una amiga, en una mesa redonda para 8 o 10
personas, cerca de la pista, pero no al borde. Quedaría una hora o dos para
terminar la milonga y la gente empezaba ya a irse, sobre todo los que venían de
lejos. En ese momento estaba seleccionando muchísimo las pocas tandas que mis
pies iban a ser capaces de soportar, más teniendo en cuenta que la noche
anterior tuve que salir descalza de la pista, con los tacones en la mano.
Seguro que ya conocéis la sensación de tener agujas clavándose en los pies, y
que a veces, más que agujas parecen cuchillos.
Entonces apareció él. Un
señor de unos 60 años aproximadamente, redondo, calvo y con una mirada penetrante.
Interrumpió la conversación con mi amiga y me invitó a bailar. No le conocía,
estaba cansada y no me gustó su falta de educación ni su forma de mirarme, que
me hizo ponerme nerviosa. Le dije que no. Creo que fue la única y primera vez
que no me he sentido mal al rechazar una invitación. Veía muchas banderitas
rojas en él. No dijo nada cuando le rechacé, pero se sentó justo en la mesa de
al lado, ladeo su silla hacia mí y se me quedó mirando fijamente, sin
pestañear. Al de un minuto o dos me preguntó otra vez si bailaba. Mi respuesta
fue la misma. El continuó sentado en la mesa de al lado, mirándome de esa forma
penetrante, y me fue poniendo cada vez más incómoda. La invitación se repitió
por dos o tres veces, mi respuesta era la misma aunque algo más enérgica. Y el
tipo seguía ahí.
Creo que a la cuarta vez
fue mi amiga, mi ángel de la guarda, quien ya se cansó de semejante individuo y
su actitud y le contestó: “te ha dicho que no”. ¿Y sabéis que pasó? Que el tipo
continuó ahí sentado, mirando fijamente. Lo tuve claro, el tipo o era un
enfermo o un agresor ya que su comportamiento era totalmente intimidatorio. Y
ahí reaccioné: la rabia venció el nerviosismo que me causaba y casi se
transformó en agresividad. Y fue sintiendo eso que me lo quedé mirando, sin
pestañear y dispuesta a sacarle los ojos si seguía mirándome así. Y funcionó.
Como a un castillo de arena al que le echas agua, al ver que había perdido el
miedo y estaba dispuesta a enfrentarme a él, no tuvo con qué amenazarme, y al
poco tiempo se levantó y se fue.
Solo esa vez me ha pasado
algo parecido en una milonga, pero como en todas partes hay tarados, solo era
cuestión de tiempo que uno se colara en la milonga.
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