Fui un
fin de semana a bailar a un encuentro, en el cual las milongas eran todas en el
mismo lugar: un hotel de cuatro estrellas. Moderno, de esos en los que no
puedes abrir las ventanas para conseguir que sea térmicamente eficiente, con un
color verde quirófano poco acertado. Habitaciones luminosas, con armarios
diminutos y baño de cristal ideal para parejas, puesto que podías elegir o no
si tener intimidad al ducharte.
Llegó
la hora de prepararse, y me costó elegir qué ponerme. Todos los días no estoy
con el mismo humor, ni con las mismas ganas de vestir una u otra cosa, así que
fui haciendo la pasarela Cibeles delante de mi compañera de habitación. Para
cuando por fin me decidí, me duché, me maquillé y me puse los tacones, hacía más
de una hora que la milonga había comenzado.
Bajé a
la milonga. La sala tenía un suelo espectacular de madera, ideal para bailar. Las
mesas, enormes, estaban distribuidas de tal forma que ocupaban gran parte de la
pista de baile. Encontré un lugar en un lugar poco visible, pero no quedaban
mejores sitios. Seguramente había gente haciendo cola antes de que empezara la
milonga, esperando a que dieran permiso para entrar y hacerse con una buena
mesa. Además, estaba toda la gente que había ido llegando antes que yo y que
había ocupado las siguientes mesas. Dicen que es el pájaro madrugador el que se
lleva el gusano, aunque no siempre he estado muy de acuerdo con este dicho ya el
gusano madrugador no creo que corra la misma suerte.
Pero
hay gusanos madrugadores de otro tipo. Todos sabemos que al entrar a una
milonga a veces te encuentras con las típicas mesas de milongueros invisibles,
no porque estén tomando algo en la barra, o estén en el baño o bailando, sino porque
van a la milonga mucho antes de que ésta empiece, ocupan las sillas con
abrigos, luego se van a cenar, se duchan, se visten y llegan dos horas tarde a
la milonga, y encima encuentran sus sillas y sus abrigos esperándoles, en
primera fila de la milonga. Pero parece ser que esta vez no fue así: a los pájaros
madrugadores no les hizo gracia encontrar las mejores mesas con milongueros
invisibles. Así que estos pajaritos, ni cortos ni perezosos, movieron los
abrigos sin dueño a las mesas más alejadas de la pista. Ellos entonces se
sentaron en primera fila, puesto que para eso habían “madrugado”.
La
tormenta debió de estallar cuando los milongueros invisibles dejaron de serlo,
y encontraron que sus abrigos no estaban, que les habían “robado” las mesas y
sillas. Yo no presencié la escena, pero me la contaron, y parece ser que dio
mucho para hablar. ¿Qué opináis? Este es un tema espinoso. En la cultura
española, las abuelas lo primero que te enseñan cuando eres una mocosa es que “quien
fue a Sevilla, perdió su silla”, es decir, nada de respeto, y el mensaje de
andarse listo queda muy claro. ¿Cómo esperamos entonces que no ocurran estas
cosas? Algo que me llama la atención es que por ejemplo se considera correcto ocupar
una persona una silla y siete o ciento siete más para todos sus amigos aunque
estos no hayan llegado, pero ya no lo es cuando no hay un representante del
grupo.
Creo
que puesto que la educación a veces brilla por su ausencia, quizás los
organizadores de las milongas deberían plantearse poner unas normas de civismo
ya que los adultos parecen niños de guardería a veces. O quizás, poner
suficientes mesas y sillas para todos, porque el problema suele llegar a extremos
algo incómodos cuando hay trescientos milongueros y ciento cincuenta sillas. Todavía
no he visto a nadie llegar a los puños, pero a este paso, todo llegará.
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