Acababa de finalizar un festival
internacional y mi vuelo de regreso a casa salía dos días después de que éste
acabara, con lo cual, apurando al máximo posible las horas para poder bailar tango, decidí
aventurarme a una milonga local a la que me habían invitado.
Ganas tenía todas, pero no estaba
segura de que mis pies estarían o no de acuerdo conmigo. De hecho, antes de
ir a la milonga fui a cenar con una amiga y me vi en serias dificultades para
poder llegar al restaurante: cada paso que daba eran mil aguas clavándose en
mis pies, y eso que había tenido unas horas de sueño y durante el día no había
bailado en absoluto, tan solo había estado adquiriendo souvenirs, eso sí, caminando
por toda la ciudad. Me salvaron mis chancletas de silicona, escondidas en mi
mochila, de las de todo a 1 euro, que aún hoy en día sostengo que han sido una
de las mejores compras de mi vida. Al final conseguí llegar al restaurante y
tras dos horas de relax mientras cenaba en buena compañía, mi dolor de pies mitigó bastante.
Tomé un taxi del hotel a la
milonga y llegué a un hotel en la zona vieja, con suelo de baldosas lisas, de
piedra. Nada más entrar el chico que me había invitado me recibió y me sentó en
su mesa, con toda su gente. Me presentó a todos los que allí había y la
verdad es que me sentí muy bienvenida por su amabilidad. Tras explicarme que
con la entrada tenía derecho a dos consumiciones y un plato de fruta fresca, me
dejó tiempo para que hiciera contorsionismo y metiera mis hinchados pies en
esos zapatitos que ahora parecían de una niña… ¡no entraban! Pero cuando una se
propone algo, lo consigue.
Ya calzada, me brindó la primera
tanda de la noche. Desde aquí doy gracias a mi anfitrión por su amabilidad, ya que con ese gesto dio pie a que otros milongueros se percataran de que había chica nueva en la oficina... en la milonga, quiero decir. Pero no era la única, tres simpáticas rusas acababan de entrar y se cambiaban los zapatos al otro lado de la pista. Tras esa primera tanda, siguieron cuatro horas de tango sobre siete centímetros
de tacón. Estupendos los anfitriones, que nos tuvieron a las rusas y a mí bailando sin parar de principio a
fin, toda la milonga. He de confesar que cada tanda fue increíble, y hoy la recuerdo como una de las milongas con más experiencias religiosas experimentadas en una sola noche. Sin palabras. Tanto, que ni me
acordé de que me dolían los pies. Eso sí, regresé descalza al hotel, ya que fue misión imposible calzarme de nuevo los zapatos de calle.
En esa mágica noche en la
ciudad de las mil y una noches, me dijeron la segunda cosa más bonita que me
habían dicho nunca bailando. Tras una tanda, en la que me lo había pasado
realmente bien, con uno de esos bailarines juguetones que le encantan poner
trampas a la chica y ver qué pasa, mi pareja de baile me dijo que le había encantado bailar conmigo y sobre todo porque por mi forma de bailar, se notaba que lo hacía con el corazón. Me quedé de piedra porque como es obvio que mi técnica todavía deja mucho que desear, no esperaba escuchar algo así y menos de un bailarín como él. Tardé un rato en
reaccionar y darle las gracias por el cumplido. Pero lo que
hizo que la piedra se transformara en diamante se debió a que no fue el único,
sino que dos bailarines más, como si se hubieran puesto de acuerdo al decírmelo,
me dijeron exactamente lo mismo con respecto a mi forma de bailar. Una noche
mágica, sin lugar a dudas. Creo que esa noche no dormí mucho, pero no se muy bien si fue por la emoción... o por el dolor de pies.
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