Una milonga local con buen
ambiente, entre amigos. Sentada junto a un cristal que daba a la calle,
descansando. Veía pasear a la gente bien abrigada y con sus paraguas, era
invierno. De pronto la música cesa y se anuncia algo, una tanda rosa.
Yo no daba crédito a lo que
acaba de oír. ¿Una tanda rosa? Me acuerdo de aquella mañana tomando mate en la
que un amigo me habló de lo que era una milonga rosa, milonga en la que son
ellas y no ellos quienes invitan a bailar. No me quedó tiempo apenas para
digerir la información porque de repente alguien me había invitado a bailar y
caminaba hacia la pista. La tanda rosa sería la siguiente.
Fue tal mi desconexión del
mundo mientras bailaba, que ni de la tanda rosa me acordé, ni tampoco de pensar
a quién me gustaría invitar a bailar. Y de pronto la tanda había acabado y yo
regresaba a mi mesa, pero a medio camino me choqué de frente con una pareja que
hacía tiempo que no veía: el destino me había puesto delante al que iba a
brindarme mi tanda rosa… ¡y qué bueno fue conmigo el destino!
Los saludé y no se cómo
transcurrió la conversación pero me acuerdo que ella dijo algo de que era la
tanda rosa, y yo, que estaba en las nubes, bajé a tierra. No podía tener tanta
suerte: le miré a él y sonreí, él hizo lo mismo con una de esas sonrisas de
oreja a oreja, y luego no fue necesario decir más. Un instante después estábamos
bailando. He de decir que nos conocemos desde hace dos años y desde entonces
conectamos al bailar, y casi siempre que coincidimos en una milonga me invita a
una tanda, que yo acepto encantadísima. Él baila como un ángel, es algo tímido,
encantador y dulce, y tal como es él, él baila. Lo malo es que cada vez es más
difícil bailar con él, porque continuamente se ve a mujeres buscándolo, invitándolo
a bailar, y me imagino que él acepta muchas de esas invitaciones por compromiso,
con lo cual sospecho que en ese momento me odiaron unas cuantas mujeres. Pero
no importa: disfruté de una de las mejores tandas de la noche, quizás la mejor.
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