En el mes de mayo iba en coche con un amigo a una clase privada cuando nos pusimos a hablar de las milongas, los códigos de la milonga y del tan buscado tema de si ellas deberían o invitar a bailar tal y como hacen ellos.
Su opinión y la de su círculo de amigos era que las mujeres también deberían invitar por dos razones: la primera era que los códigos de la milonga se crearon hace mucho tiempo y son terriblemente machistas; la segunda era que a los hombres también les hace sentir bien y les gusta saber que una mujer quiere bailar con ellos y se toma la molestia de invitarles.
Yo le dí todas las razones por las que no invito yo, y tras mirarme con una sonrisa y esa cara que ponemos todos cuando con la mirada queremos decirle a alguien que no tiene remedio, va y me dice: "piensas demasiado, si te apetece invitar, invita". Ese día por la noche cuando llegué a casa me quedé pensando en sus palabras. Y razón no le faltaba. Así que decidí poner grises a los blancos o negros, y animarme a ser yo también la que invitara en las próximas milongas, y ver el resultado.
Sabía que cuando ese momento llegara, me iba a sentir como una niña a punto de hacer algo prohibido y que estaría nerviosa. También era consciente de que estaría emocionada, al asimilar que no bailaría tandas por compromiso al ser yo la que eligiera, que bailaría más de lo habitual al aprovechar todas las tandas que me apetecieran, y además, que por estadística, serían pocos los que rechazarían mi invitación, bien por compromiso o bien por sorpresa o quizás por estar encantados de recibir la invitación... ¡quien sabe!
Y entonces me di cuenta de que efectivamente mi amigo tenía razón: pensaba mucho. Y fue entonces cuando realmente decidí experimentar, siendo yo la que invitara a bailar en la próxima milonga.
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