La milonga se celebraba en un sótano de hotel, con suelo de baldosa, donde había una barra y mesas solo a dos lados de la pista de baile. El lugar era frío, ya que a pesar de ser primavera, el aire acondicionado estaba al máximo para evitar la condensación y así que el suelo se convirtiera en algo pegajoso e insufrible para bailar.
Cuando fue obvio para mí que nadie se había dejado la puerta del norte abierta, busqué un sitio donde sentarme sin congelarme. Lo malo es que no estuve sentada allí mucho tiempo, y cuando casi al final de la milonga lo hice, habían apagado el aire acondicionado, empezaba a hacer calor y la pista se estaba transformando ya en una pesadilla, no solo por estar pegajosa, sino porque alguien había derramado una cerveza, y el resto de la gente se había dedicado a pisar el charco y extenderlo por toda la pista.
Decidí sacarme unas fotos con unos amigos antes de regresar a casa, y justo entonces anunciaron la última tanda. También justo entonces, recibí una invitación a bailar. Y dije que sí, porque era conocido y en circunstancias normales me gusta bailar con él, aunque a día de hoy creo que debí haber rechazado la invitación. Debe ser que tengo más debilidad por esas últimas tandas de lo que yo creía.
Mi pareja de baile parecía que se había tirado a una piscina y acababa de salir de ella. No disfruté nada de la tanda, y obviamente no solo por el insufrible suelo. Intenté un abrazo abierto, pero milonguerito él, no me lo permitió y me acercó más a él de lo que me hubiera gustado para sentirme cómoda. No me atreví a sentarle, no quería hacerle tal desplante, sobre todo porque él es de los que habitualmente va con varias camisas de repuesto, pero supongo que ese día no esperaba que cortaran el aire, ni tampoco terminar transpirando de semejante manera.
Cuando por fin acabó la tanda, me cambié los zapatos y reuní de nuevo a mis amigos para tomar una última foto más. Todos salimos sonriendo, y la foto es preciosa para el recuerdo, salvo en un pequeño detalle: en esos lugares tan femeninos -y solo en ellos-, aparecieron dos ronchones oscuros y generosos, que contrastaban traicioneros con el color lila claro de mi precioso vestido... ¡un vestido con faros!. ¡Qué desastre!¡Qué asquito!¡Qué regalito más desagradable me había dejado mi último bailarín!
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