En aquella milonga a la que iba por primera vez, decidí sentarme lejos
de la amiga con la que en esa ocasión iba a bailar. Siendo ella más
experimentada que yo, intentaba evitar malentendidos. Por un lado, de recibir invitaciones de bailarines experimentados bien por compromiso o bien por asociación, es decir, que crean que por estar con ella bailo tan bien como ella. Por otro lado, de ser ignorada por aquellos que teniendo mi
nivel se cohiban y no me inviten, creyendo también por asociación, que
soy exageradamente más experimentada que ellos. Es algo así como lo que hacen las
parejas cuando van a una milonga en la que no les conocen y quieren
bailar: van separados, incluso entran a diferentes horas y se sientas en
lugares opuestos con el fin de obtener más invitaciones. Si en una
milonga los ven juntos, obviamente sus posibilidades de baile
disminuyen.
En aquella milonga no tuve en cuenta un detalle: ya había ido con ella a
alguna otra milonga y la gente ya nos relacionaba. Con lo cual, lo que
sucedió es que a pesar de no estar sentada con ella, sabiendo que ella
era mi amiga, creo que por cortesía o amistad hacia ella o simplemente
por suerte, uno de esos bailarines a los que yo normalmente no tengo
acceso, me invitó a bailar. Lo hizo mientras el monstruo de las galletas
que soy reponía fuerzas discretamente en un silla de la segunda fila.
Casi me ahogo del susto cuando recibí su cabeceo a solo dos metros de mi
silla, mientras sonreía picarón con esa mirada de "te pillé con las
manos en la masa". Mi primera reacción fue declinar su invitación y al
hacerlo, él arqueó las cejas sorprendido por mi rechazo, pero siguió
sonriendo, asintió entendiendo la situación y si disponía a darse la
vuelta e irse cuando ese diablillo que tenemos dentro me dijo que estaba
perdiendo una tanda preciosa con un bailarín increíble y que era una
tonta. Así que antes de que terminara de darse la vuelta, logré asentir
con la cabeza. Él se detuvo, me esperó y me ofreció el abrazo, que yo
acepté todavía con la boca llena de galletas. Durante ese primer tango
yo estaba en las nubes, tanto que me olvidé de las galletas. No fue
hasta que terminó el tango, que mirándole y arqueando las cejas con un
gesto de disculpa, terminé de tragarlas. Creo que fue ahí donde se dio
cuenta de que toda la situación: que yo no había aceptado finalmente
porque ya había terminado de comer, sino porque no quería perder la
oportunidad de bailar esa tanda con él de ninguna manera. Entonces fui
testigo de una de las mayores caras contenidas de la historia de las
milongas, en la que él hizo un auténtico esfuerzo al no dar rienda
suelta a la carcajada que expresaban sus ojos. La vergüenza hizo que mi
cara se tornase de un tono escarlata bastante delatador.
Solo
espero que pasar por ese apuro tenga su recompensa y la próxima vez que volvamos a coincidir en una milonga, me
vea, me sonría, y se acerque para invitarme a bailar, no como amiga de su amiga, sino como el monstruito de las galletas con el que se lo pasó tan bien bailando.
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