Era aquella milonga en la que
decidí jugar a la ruleta rusa aceptando bailar con hombres con los que no
había bailado antes ni había visto bailar. Esto me sucedió después de la historia de los brazos al cuello.
Recibí una invitación de un chico
que no había visto en mi vida. En su caso no importaba el hecho de que le
hubiera visto bailar o no, ya que debería haberle dicho que no desde un
principio por simple y llano sentido común. Parece que la sensatez no se
interpuso entre mi bocaza y lo que veían mis ojos, y además, esa milonguera
solidaria que todas tenemos en nuestro interior salió a flote, así que acepté
bailar con él. Ante mis ojos un rascacielos: tenía al chico más alto que nunca antes me había
invitado a bailar y no exagero si digo que rondaba los dos metros de altura o
los superaba: parecíamos el punto y la “i”.
Era muy simpático y educado y
bailaba bien, pero desde un principio se empeñó en que bailáramos en abrazo
cerrado, con lo cual me causó incomodidad tener a un auténtico muro humano
justo delante y me costó concentrarme en la música porque sentía algo así como
claustrofobia. En un par de ocasiones intenté abrir el abrazo, pero había tanta
gente que sinceramente era difícil algo así. No pude disfrutar de la tanda y sus
enormes pasos me agotaron ya en el primer tango. Sentí ganas de darle las
gracias y retirarme pero finalmente bailé sin rechistar la tanda entera,
sonriéndole después de cada tango, por no hacerle el feo que creo que no
merecía. Después tuve que sentarme a descansar durante dos o tres tandas y me
quedé pensando.
Pensé en todas esas parejas en la
que la diferencia de altura es tan considerable y cómo lo hacen para disfrutar
del baile con un obstáculo así. Y entonces me acordé de que yo suelo bailar con
chicos muy altos y con la mayoría no tengo problema alguno al adaptarme porque
son ellos los que al final también se adaptan un poco a la chica. Decidí
quedarme con la cara de ese chico, aunque será fácil teniendo en cuenta su
altura. Creo que no bailaré más con él hasta que aprenda a buscar un punto intermedio
para adaptarse también a su pareja de baile y que así ambos disfruten del baile.
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