El lugar de la milonga era precioso: era como estar en una isleta rodeada de agua, pero al mismo tiempo muy lejos del mar. La sala de baile estaba impregnada de ese olor tan característico que solo desprenden los suelos y muebles de madera que han visto pasar muchos otoños. La pista estaba rodeada por una hilera de sillas separadas por una chimenea, en la cual era fácil imaginar un día de nieve con la leña de haya y roble ardiendo, creando una hoguera capaz de hipnotizar y parar el tiempo, mientras el calor templa la piel y se observa la danza cambiante de sus llamas. Al otro lado de la chimenea un hermoso balcón, al que tras forzar un poco sus puertas, se podía salir al exterior y disfrutar de vistas casi infinitas a un paisaje azul compuesto de agua, cielo y algunas montañas que contrastaban y le daban un encanto aún más especial. Allí el aire fresco y sano llenaba los pulmones... esos pulmones que un minuto antes respiraban tango.
Era una de las primeras tandas de la milonga, concurrida por más milongueros de los que hubiera imaginado que asistirían. Aprovechando bien el espacio, el milonguero amigo que ese momento me brindaba su abrazo y una tanda increíble que me mantenía los ojos cerrados para disfrutar de lleno cada compás, caminaba por el borde de la pista. Sonaba la Orquesta Típica Víctor, una de mis favoritas, de las que me hace sufrir cuando estoy sentada y cada célula de mi ser quiere moverse con la música, y de las que me hace también temblar de emoción cuando la comparto con un milonguero de los de verdad.
En ese estado estaba yo, fuera de este mundo soñando, cuando oí unas voces y mi nombre. Eran unos amigos milongueros que justo llegaban a la milonga. Supongo que preguntaron por mí, alguien me señaló en la pista, y decidieron hacerme saber que habían llegado. Para ello esperaron a que pasáramos junto a las sillas en las que estaban dejando sus abrigos, bolsas de zapatos e instalando sus bebidas y abanicos. Y es entonces cuando noté algo parecido a un cangrejo atacando con sus pinzas a una de mis nalgas. El susto y la impresión me hicieron lanzar un grito. Acto seguido abrí los ojos y miré espantada a un par de milongueras traviesas que estaban riéndose, a las que solo les faltaba taparse la boca con la mano para parecerse a dos niñas traviesas que recién han hecho la trastada del día. Cuando me di cuenta de la situación, pasó el momento de vergüenza por el grito, y me di cuenta que no podía enfadarme por más de dos segundos con esas milongueras revoltosas a las que quiero tanto (y más aún cuando realmente es posible que yo hubiera hecho algo parecido), sonreí, cerré de nuevo los ojos, y volví a soñar.
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