La tienda estaba
ubicada no a pie de calle, sino en un local en un primer o segundo piso, como
si de una vivienda se tratara. Entrabas a una salita con sofás, llena de gente
probándose zapatos, y amontonando sus elecciones como si de comprar caramelos
se tratara. Me sorprendió que compraran tantos, porque precisamente económicos
no eran. Eran bonitos, preciosos, espectaculares. Era Comme Il Fault.
Por un momento me
sentí como la especialista en finales felices de Pretty Woman, quizás porque
nunca había estado en una tienda en la que te sientas en un sofá cómodamente y
te sirven café mientras te pruebas zapatos (lo del café creo que fue en otra
tienda… pero es igual). Quedó un hueco libre y me senté esperando a que me
atendieran. Al principio fue una odisea el tema del número, puesto que en
Europa es diferente, pero una vez aclarado el misterio, tocó describir el tipo
de zapatos que quería. Novata yo, lo tenía claro: mucho tacón, sandalias para
que se vieran bien los pies (sobre todo una vez que me hiciera la pedicura) y
obviamente vistosos. Por entonces la palabra “cómodos” no estaba entre los
posibles adjetivos de lo que buscaba en unos zapatos de baile. A medida que me
iban mostrando pares, empecé con el síndrome de quererlo comprar todos pero al
final, me contuve y salí de la tienda con dos pares para mí y otro par para una
amiga.
Me acuerdo que
regresaron a casa conmigo en el equipaje de mano, por miedo a que se perdiera
la maleta: iba feliz con mis zapatos nuevos. Aún hoy en día los conservo a
pesar de haberles cambiado las suelas más de una vez: y me acompañan de milonga
en milonga. Los siguientes pares que compré con el tiempo fueron con un poquito
más de sentido común: no tenían tanto tacón, recogían algo mejor el pie, tenían
almohadilla para amortiguar la pisada, y eran de colores prácticos, como negros
o plateados, colores que combinan con cualquier vestido.
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