Cuando lo vi acercarse me dije
"ay, ay, ay... si acepto y nos caemos, me mata...!" Como
siempre me sucede de todo, la opción me puso los pelos de punta. Pero el
pensamiento duró una milísima de segundo porque poco después, al ver su sonrisa
y ver cómo extendía la mano para ayudarme a levantarme me sentí hasta mal por
ser tan bruja a veces, aunque solo sea de pensamiento.
El dueño de esa sonrisa era un
hombretón, gigantesco sobre todo en cuanto a anchura, pero no de los que ves
cómo se tambalea todo a su alrededor cuando se mueve, sino de los redonditos y
duros, como Obelix. Me contagió su sonrisa y correspondí con una de esas mías
que derriten la nieve, pero si os soy sincera, en parte también por ese
sentimiento de culpa que me invadía.
Su abrazo era muy agradable y era
tan suave bailando que me acomodé en sus brazos y me trasladé de mundo. Su
escucha de la música, tan bien expresada, me brindó la mejor tanda de la noche.
Incluso repetí tanda con él, y en esa segunda tanda hubo un momento en el que
chocó contra nosotros una pareja. Lo sé porque oí las disculpas pero al contrario
que otras veces, no sentí el empujón. Me sentí protegida, y es agradable
sentirse así para variar, porque incluso cuando tu pareja intenta protegerte de
todos esos locos que circulan de cualquier manera en la milonga y a los que
nadie multa, es rara la vez que no te den un meneo o un taconazo o algo peor.
¡Qué gusto bailar con ese hombre!
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