Por aquel tiempo había un chico
que me prestaba una atención especial y siempre estaba haciendo chistes,
invitándome a bailar todo el tiempo, pero como siempre venía con una sonrisa,
no podía resistirme. En una de esas ocasiones en las que se acercaba a
invitarme de nuevo, se le adelantó otro chico y se quedó sin chica, pero no sin
tanda. Se dio media vuelta e invitó a la primera que encontró sentada. Acababa
de empezar un juego en el que yo no sabía que participaba.
Durante el primer tango lo vi a
mi alrededor a cada momento, buscándome con la mirada cuando se aproximaba, poniéndose
delante, adelantando, haciéndonos cambiar de dirección a cada momento, y como
el chico con el que yo bailaba también era amigo suyo, se convirtió algo así
como un juego de fastidiar sin llegar a tocarse. La única fuera del juego era
la otra pobre chica que no se enteraba de nada. Yo hacía esfuerzo por no reír,
pero mi sonrisa salía a menudo y me estaba divirtiendo como una niña. Al
menos, la pista no estaba repleta y tenían control suficiente sobre sus movimiento y la pista
como para no molestar a las demás parejas mientras se desplazaban.
El momento que casi me hace perder la compostura fue cuando en medio
del partido o lo que fuera aquello, alguien metió gol: tras marcarme mi pareja
una apertura, vi una pierna (SU pierna) haciendo un boleo entre mis
piernas, y casi tocando a mi pareja, mientras él hacía giros con la otra chica.
Me dio tiempo justo para mirar atrás, ver que era él, y ver su sonrisa pícara
mientras levantaba la cabeza como diciendo “1-0”. Obviamente se quedó en ese
resultado. Tras terminar la tanda fui hacia él a sacarle la roja, que es lo que se merecía, aunque finalmente tuvo suerte y ni le saqué la tarjeta amarilla: solo le dejé una tanda sin bailar (he de confesar que no fue por castigarle sino porque no me gustaba la tanda) y después, seguí bailando con él varias tandas durante la noche.
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