Nunca había estado en París por lo que aquel viaje me tuvo ansiosa semanas enteras. Tenía doble ilusión por ir ya que por un lado me moría de ganas de visitar la ciudad y por otro de milonguear por allí. Y sucedieron dos cosas: ni conocí París porque llovió a cántaros durante los días que allí estuve, ni baile mucho porque en las milongas a las que fui me volví algo así como transparente.
Pero me fui de esa ciudad muy contenta gracias a la gente estupenda que conocí, a los maravillosos momentos con amigos y sobre todo, porque había estado por fin en París, una ciudad que se me había resistido hasta en siete ocasiones y que estaba en mi lista de las capitales europeas que aún no conocía. Al regresar a casa, cada uno de mis amigos lo hacía desde un aeropuerto diferente de París, con lo cual, nuestro trayecto juntos acabó en el metro.
Justo cuando iba a subir al vagón de la que era mi última conexión antes de llegar al aeropuerto, oí detrás mio cómo un chico indicaba a una chica en qué parada del metro debía de bajarse para llegar a la terminal del aeropuerto en que que debía bajar. Era justo la misma terminal a la que yo iba. Como era un castellano perfecto con acento argentino, sin pensármelo me di la vuelta y le dije a la chica rubia que yo iba a la misma terminal. Nos pusimos a hablar durante el trayecto y como en toda conversación con gente que no conoces de nada, me preguntó qué hacía en París. Me resultó paradójico informarle a una argentina que yo había ido a París a bailar tango. Esperaba su cara de sorpresa, pero la sorprendida fui yo cuando se presentó y me dijo que ella también había ido a París, pero no a bailar, sino a musicalizar un evento de tango, aunque eso sí, otro evento diferente al que yo fui.
La conversación no faltó y estuvimos a gusto, tanto que en el aeropuerto tomamos café y comimos juntas, y la charla siguió hasta el punto en el que descubrimos que teníamos amigos en común, a los que enviamos una foto que nos hicimos juntas. Bonitos momentos que el tango te da fuera de milongas. Pero como los aviones no esperan, nos despedimos con la certeza de que volveríamos a encontrarnos, y mientras yo miraba una pantalla para informarme sobre la salida de mi vuelo, Analía La Rubia desaparecía tras su puerta de embarque.
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