Era otoño, mi estación favorita. Iba por primera vez a una milonga llamada El Garrón. Por mi tierra
dicen que "garrón" es la carne dura con nervios que no hay quien se la
coma, así que me imagino que esa era la razón del nombre, al menos para mí, ya que desde
luego ni era gratuita ni había nadie regalando abrazos por pura simpatía.
En aquella milonga obtuve uno de mis records de milonguera: cinco horas enteras, sin bailar ni dos compases de un tango. Usé todas las tácticas que conozco para cambiar la situación, pero no hubo suerte: saludé a la poca gente que conocía en la milonga, miré y miré esperando algún cabeceo, me puse un vestido bonito y un escote de vértigo, paseé a la barra (e incluso me aprendí los nombres de los camareros), me senté en un sitio privilegiado, no hablé casi (y eso sí que fue un gran esfuerzo), y empleé varias ocurrencias más, hasta que finalmente tuve que aceptar que esa noche sería para disfrutar de la música, pero de otra manera.
Tras la aceptación me dediqué a observar la pista, hasta que los vi. Allí, entre tantas parejas que intentaban llamar la atención acentuando el ritmo y haciendo toda clase de piruetas,
boleos, ganchos y demás figuritas, estaban ellos en un abrazo que nada tenía que ver con todo lo demás. Su forma de bailar me encandiló. Captaron mi atención en el momento en el que los vi, y luego ya no miré a nadie más. Me emocionaron durante unas cuantas tandas. No sabía quienes eran, aunque me imaginaba que serían alguna pareja de bailarines profesionales.
Se acercaba el final de la milonga y la vi a ella sentada sola, en un rincón. Aproveché para acercarme discretamente a preguntarle su nombre, para poder buscarles en YouTube y ver vídeos suyos bailando. Fui breve, ya que solo le dije que me había encantado verles bailar y que si eran profesores de tango, me encantaría saber su nombre. Ella sonrió amablemente, me dio su nombre, y luego nos despedimos.
La milonga terminó y yo me quitaba las sandalias para ponerme las botas y salir a buscar un taxi. Entonces la vi a mi lado, despidiéndose, mientras me preguntaba qué tal la milonga. En ese momento llegó su pareja y ella le dijo: "es esta la chica de la que te he hablado antes". Me quedé sorprendida, y entonces fue él quien se puso a hablar conmigo. Me volvió a preguntar por mi opinión sobre la milonga, y me salió del alma ser sincera: le dije que la música me había gustado, que había disfrutado viendo la pista de baile, pero que me iba con pena porque no había bailado ni un solo tango. Él quiso ser amable y me dijo algo así como que las chicas bonitas intimidan a los chicos. Mentirosillo en mayúculas, pero un cielo: desde luego hay chicos que sí que saben cómo sacar una sonrisa a una chica.
Luego, tras sacar su cartera, me extendió una tarjeta de presentación y me invitó a que los llamara la próxima vez que fuera a París a milonguear. Me quedé sorprendida y también muy agradecida por su amabilidad. Me fui de la milonga con una sonrisa de oreja a oreja. Ni la lluvia parisina consiguió borrármela, ni aún así cuando algunas odiosas gotitas caían sobre la tarjeta emborronando los nombres de Sebastián Missé y Andrea Reyero.
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