Me acuerdo que una vez fui a un evento milonguero, en el cual había unas normas estrictas que había que respetar de forma rigurosa si querías participar en las milongas. Entre las normas estaba la obligación de invitar mediante cabeceo, es decir, ir a la mesa e invitar directamente quedaba prohibido. La idea me encantó.
Lo curioso de estas milongas era que tenían lugar en una pista cuadrada con dos filas de sillas, de las cuales dos lados eran para las mujeres y los otros dos lados para los hombres. No era fácil ver un cabeceo una vez que la tanda comenzaba, ya que según en que sitio estuvieras sentada, solo veías a otras mujeres. En mi caso, dormilona por naturaleza, durante las dos primeras milongas, en una me tocó silla en una esquina, con lo cual no podía ver a ninguno; y la otra vez me tocó justo delante de un fotógrafo, con lo cual, me tapaba ante los ojos de cualquiera. Al menos tuve el buen atino de optar por quedarme de pie cerca de la entrada y así no hubo problema para recibir cabeceos.
De todas formas, el último día de todos, aprendí la lección y madrugué. Conseguí un buen sitio, pero ya ese día, aquellos para los que el cabeceo era algo relativamente nuevo, estaban algo cansados de torcer el cuello e intentar cabecear a una chica, y utilizaban otras tácticas, disimuladas, para que no les tiraran de las orejas como a niños traviesos.
Estaba yo sentada, perfectamente visible para todos los milongueros, cuando se me acercó un chico, con el que había bailado los días anteriores, para saludarme. Y, ni corto ni perezoso, se acercó a mi oído y me susurró: "estáte atenta, que te voy a cabecear ahora". Y antes de poderle decir que eso era hacer trampa, había desaparecido. Cuando volví a verlo, ya estaba en su silla.
Me lo puso demasiado fácil como para no gastarle una broma, así que decidí mirarle y hacerle un gesto como de "no entiendo" en cuanto vi su cabeceo. Él me miró sorprendido, me cabeceó dos o tres veces más, y luego me entró la risa cuando lo vi levantarse, moviendo de lado a lado la cabeza y acercándose a mi. Cuando llegó hasta mi silla, me miró con cara de reproche, pero divertido. Me entró la risa, no pude evitarlo.
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