martes, 15 de septiembre de 2015

Las botas de monte, por si acaso

Aquel verano fui a un encuentro de tango en el que el año anterior me lo había pasado muy bien por el ambiente dentro y fuera de la milonga, debido a todas las actividades que se ofrecían, muchas de ellas, en contacto con la naturaleza. Recuerdo que las milongas no me habían emocionado mucho, pero me lo había pasado muy bien en general y es eso lo que en realidad me importaba.

Llegué justo cuando empezaba la primera milonga, que tenía lugar exactamente en el mismo lugar que el año anterior, en una sala rectangular, con suelo de baldosa y sillas junto a las paredes. No era una distribución que me gustara, pero lo importante iban a ser la música y los abrazos. Tras saludar a unos cuantos amigos, me senté a observar la pista mientras me calzaba.

En la milonga había dos grupos de milongueros: los más mayores, a los que después de observar un buen rato, solo vi uno o dos con los que estaba segura que disfrutaría una tanda; y los algo más jóvenes, que escaseaban bastante y estaban rodeados de muchas chicas, la mayoría amigas, con las que seguramente bailarían toda la noche. Efectivamente el tiempo me daría la razón. Asimilé el panorama y decidí estar atenta a posibles cabeceos, pero después de enterrar bien los pies en la tierra, me dediqué charlar con amigas y tomar unas copas en lugar de intentar tandas imposibles. La milonga no invitaba a nada más.

Entre mis amigas, hubo una que visto el panorama y consciente de que una de esas tandas maravillosas que te hacen ir a la cama con una sonrisa seguramente no iba a llegar, a mitad de la milonga y algo molesta por haber renunciado a otras cosas por ir a bailar, se quitó los zapatos, y se fue a casa. Creo que no bailó ni una tanda. Me apenó verla partir, pero en el fondo yo deseaba hacer lo mismo, solo que no podía porque no había ido sola.

Aún así, la imité un par de horas después, cansada de esperar y del largo día después de un viaje en coche de varias horas tras una agotadora semana de trabajo. No se bien cómo llegué al hotel y creo que es de las pocas noches que me dormí sin desmaquillarme. Esperaba madrugar al día siguiente y poder disfrutar del maravilloso entorno precioso de montaña de Benia de Onís.

Por la mañana calcé mis botas de monte, que conmigo siempre van en el maletero del coche, me junté con gente amante de la naturaleza, y dejamos al tango tan solo como melodía que acompañaba a aquel precioso paisaje. Aproveché bien los días soleados, pero menos mal que así fue, porque el resto de las milongas del fin de semana fueron exactamente igual que la primera: una perfecta decepción.

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