viernes, 19 de agosto de 2016

La Caja de Pandora (tres años después de empezar a milonguear)

Ese sábado por la mañana me había conectado a Facebook mientras me hacía la remolona en la cama. Era tarde y mi idea era ducharme, vestirme, y llegar justo al mediodía a la milonga, donde disfrutaría de un brunch antes de ponerme los tacones y fundirme en algún abrazo. Pero me quedé mirando la pantalla, su foto. Entonces decidí guardar el teléfono rápidamente y no pensar. Secuestré mis emociones, quería disfrutar del día.

Lo que sucede es que con ignorar algo no hace que eso desaparezca por muchas ganas que tengas de que así sea. Así que cuando llegué a la milonga, me senté con unos amigos para comer, y aunque dejé que las conversaciones me distrajeran y sacaran mi mejor humor a relucir, la comida no me sentó del todo bien. Poco a poco ese malestar se convirtió en un dolor de cabeza bastante molesto. Con pocas ganas de sonreír y paseándome inquieta de un lado a otro, las invitaciones a bailar tampoco llegaban.

Fue entonces cuando decidí que, antes de continuar milongueando hasta la madrugada en aquella marathon de tango, un paseo me vendría bien. Dejar de ignorar que era su tercer aniversario, también.

Hacía un día espléndido, el sol en mi piel hacía que me estremeciera de gusto, y me confortaba. Tanto, que me fui relajando poco a poco, hasta que sentí como se abría la caja de Pandora y mis lágrimas empezaron a fluir. Por casi media hora dejé que mis emociones me dominaran. Con cada gotita salada la tensión en mi cabeza iba disminuyendo, así como mi temperatura corporal, hasta que dejé de temblar y todo cesó. Me senté, esperé media hora más dejando que el sol templara algo más que mi piel, y finalmente regresé a la milonga.

Como bien dicen, después de la tormenta viene la calma. Relajada, me convertí en algo parecido a la gelatina en los brazos de cada bailarín que me invitó esa noche, y pude disfrutar de unas tandas increíbles. Temblé, pero esta vez no fue por las lágrimas sino por algo muy distinto. Creo que aquella noche fue una de las ocasiones en las que mejor y más a gusto he bailado en una milonga. 

viernes, 12 de agosto de 2016

Desapareciendo bajo la lluvia (dos años después de empezar a milonguear)

Llovía a cántaros pero yo cerré el paraguas. Quería mimetizarme con el frío y la humedad, camuflar mis lágrimas con las gotas de lluvia. Acababa de salir de una milonga a la que había ido, sinceramente no sé a qué, supongo que a distraerme, a olvidar. El abrigo de pesar, que me hundía hasta hacerme pequeñita, y esa sonrisa que no terminaba de llegar a mis ojos, dejaron claro a todos los milongueros que no estaba muy por la labor de bailar. Las tandas que escuché, en el poco tiempo que allí estuve, en lugar de animar mi espíritu, hicieron que terminara de quebrarse. Me sentí como un huevo, al que un piquito golpea desde el interior, sabiendo que es cuestión de minutos que se empiece a romper del todo.

Me apresuré a localizar mi bolso, el paraguas y aceleré el paso. Sentía cómo se iba formando un nudo en mi garganta, cómo resultaba cada vez más difícil contener el río de lágrimas que empezaban a nublar mi vista, y cómo en pocos segundos iba a ser imposible detenerlo. No quería que nadie me viera, no quería compartir mis emociones en ese momento.

Rompí a llorar en cuanto salí por la puerta y doblé la esquina. Ya estaba lloviendo cuando empecé a caminar, mientras abría tórpemente el paraguas.

Hacía muchos meses que no dejaba fluir así mis emociones, que dejaba que estas me controlaran a mí en lugar de yo a ellas. Fue liberador. A cada paso me hacía más liviana, la opresión del pecho disminuía, mi respiración se normalizaba y yo iba recuperando poco a poco el control. Finalmente me paré bajo una tejavana. Me sentía vacía, relajada y a la vez muy cansada. Entonces decidí regresar al hotel: abrí el paraguas y desaparecí de nuevo bajo la lluvia.

Esa noche, en la que hacía exactamente dos años que ella me faltaba, dormí como un bebé.

viernes, 5 de agosto de 2016

Empezando a milonguear

Me anunciaron que se iba, y no dudé en dejar mi trabajo para acompañarla en el viaje. Pero no teníamos el mismo destino: el suyo, despedirse de la vida, la familia y su pequeña; y el mío, estar a su lado mientras lo hacía.

Aquel viaje duró meses.

Hasta entonces había milongueado poco, supongo que porque para milonguear hay que ir a clases y aprender y yo había tomado pocas clases productivas, así que no era capaz de desenvolverme en la pista ni evitar que me sentasen después del primer tango. También hay que disponer de recursos económicos para poder pagar la entrada a las milongas, y aunque soy una chica afortunada en muchos aspectos de la vida, en ése que consiste en encontrar un trabajo con una paga decente, mi suerte navega por otros mares. Para milonguear, también la salud debe acompañar y, resumiendo, la mía no lo hacía.

Según ella hacía las maletas, yo empecé a milonguear como nunca. Solo conocía una milonga local, así que con ayuda de San Google me informé en Internet sobre milongas, y escribí a todas ellas para obtener detalles de cómo llegar, los horarios, y los precios de entrada. Descubrir que existía más de una milonga por mi zona fue como descubrir un tesoro. Al principio iba sola, bailaba poco, pero me sobraba ilusión.

Poco a poco fui enganchándome a la sensación que produce abrazarse a alguien, dejar las responsabilidades y preocupaciones a un lado, sentir, disfrutar de la música y olvidarse del resto del mundo. El tango se convirtió en mi droga. Era lo que me hacía dormir cada noche tras días de intensas emociones, de regalar mi energía más positiva, y de utilizar la poca que me quedaba en recuperarme yo misma. Y más tarde fue mi salvavidas, cuando el barco amenazaba con hundirse, al irse ella se fue para siempre.

En aquella época, estando de duelo, recuperaba mi salud lentamente, comenzaba un nuevo trabajo lleno de desafíos, y cupido me gastaba una broma de mal gusto, fulminándome sin miramiento alguno. Lidiar con mis emociones -que bajaban, subían, daban vueltas y amenazaban con volverme loca-, ocupaba toda mi energía. Me sentía como un barco a la deriva que tras una tormenta divisa un puerto en el horizonte pero está demasiado maltrecho como para llegar a puerto, o en mi caso, para controlar ninguna emoción. Pero el tango fue mi salvavidas entonces: esa energía extra que necesitaba para afrontar el día a día, lo que me ayudó a canalizar mis emociones, y lo más importante, el ancla que evitó que el barco de mi vida quedara a la deriva demasiado tiempo.

Afortunadamente es cierto que en el mar hay muchos barcos, cada uno especial a su manera y siempre hay unos cuantos cerca para subirte a bordo cuando lo necesitas. Y el tango, también, siempre está ahí, como la familia, el sol, y las estrellas más especiales.