martes, 30 de junio de 2015

Regalando energía

Mi forma de vestir ha cambiado mucho en los últimos años. No se realmente si eso ha sido la base para ganar confianza en la pista de baile y fuera de ella, o ha sido justo la revés y la confianza en la pista de baile y en mi vida particular son las que me ha hecho cambiar mi forma de vestir, o quizás un poco de ambas. O la seguridad en mi misma, que crece en nosotras las mujeres a medida que pasa el tiempo.

Definitivamete, sea lo que sea, ha sido reciente. Lo percibo yo misma, por cómo me siento, lo perciben mis amigos y conocidos, por los comentarios que me hacen; y lo perciben los hombres, por cómo me miran. Directa o indirectamente, creo que jamás en mi vida se me han insinuado tantos hombres como lo hacen últimamente, ni he recibido invitaciones a bailar de chicos tan guapos y tan buenos bailarines. No se si durará mucho o no, o qué está sucediendo, pero lo siento como una burbuja, como un sueño.

Hay una pareja de amigos, a los que le tengo mucho cariño, que alguna vez me han dejado caer alguna que otra observación sobre mi energía, lo relajada que se me ve ahora bailando, e incluso dicen me ven más guapa. Es un regalo que me lo digan, por lo bien que me hace sentir y por el cariño con que me lo dicen, y también es por ello que me siento tan agradecida, pero creo que todo esto es tan solo porque me ven feliz, porque soy feliz.

 Es como un sueño, sí, del que como todo sueño, una despierta... pero queda el recuerdo, así como cuando una ha disfrutado de una maravillosa milonga y luego regresa a casa en coche escuchando tangos y recordando los mejores momentos, con las endorfinas a mil, con una sonrisa increíble en la cara, como si todavía estuviera compartiendo abrazos. Viajar con la mente puede ser mejor que el sueño en sí mismo, porque soy yo quien lo controla: lo que suena, el lugar donde estoy, a quien abrazo... y a quien regalo mi energía.

martes, 23 de junio de 2015

La suerte de entender las letras

Era medianoche, sábado, y esta milonguera que escribe acababa de llegar a una milonga de un país extranjero en el que no conocía a nadie. Se había plantado en la pequeña barra improvisada y pidiendo un vino blanco -que por cierto ya ha aprendido a pedir en varios idiomas, se dedicó a contemplar la pista de baile para entrar en ambiente. Aquel era uno de esos momentos en los que una deja que el vino le mime por dentro, le relaje poco a poco, y según el calor va descendiendo, despierta el alma y las pasiones.

Entonces comenzó a sonar ese tango tan precioso del año 1958 de la orquesta Alfredo de Angelis con Juan Carlos Godoy que dice "...quien tiene tu amor, ahora que yo no lo tengo, díme de quien es, y quien se ha llevado tus besos..." y sin darme cuenta, viajé al pasado, a mis recuerdos, y comencé a cantarlo. En el aquel rinconcito donde creía que nadie veía, dejé que la música me envolviera y con la letra de esa canción, me quedé allí, quieta, sintiéndola, emocionándome. Era mi momento.

Fue entonces cuando sentí que alguien me miraba, intensamente. Al levantar la vista y cruzar la mirada con él, se acercó a mí, con esa clase de expresión que oculta una pregunta, pero sin pronunciar palabra alguna. Lo malinterpreté como una invitación debido a un gesto reflejo que él hizo, con lo cual "acepté" una invitación que no era tal. Llegó hasta mí y en lugarr de guiarme hacia la pista, me sorprendió confesándome que le intrigaba saber qué decía la letra de ese tango para que me emocionaba de tal manera. Después de recuperarme de su inesperada petición, le sonreí y empecé a traducírsela. Fue entonces cuando me di cuenta de la suerte que tenemos los que entendemos las letras de los tangos, porque lo tenemos todo de los ellos: la música y su poesía en forma de letras.

Pasó casi una hora mientras le iba traduciendo al inglés trozos de cada tango que escuchábamos... hasta que tocó una tanda instrumental, en la que como era de esperar, me invitó a bailar. Aquella vez, la poesía no vino de la mano de unas frases dentro de un tema, sino de su maravilloso abrazo y la forma en la que él interpretaba la música. Fue maravilloso. Y lo mejor de todo fue que bailó conmigo tanda tras tanda, hasta que decidí que quería sentir también otros abrazos. Así que le sonreí y le di las gracias. Poco despues fui aceptando una invitación tras otra: supongo que es la suerte que se tiene a veces de ser giri de un lugar en el que los milongueros locales son buenos anfitriones. 

martes, 16 de junio de 2015

Blanco y en botella

Hay algo que me sorprende y que me da pena al mismo tiempo: los milongueros que aunque han oído hablar de las diferentes orquestas, no son capaces de mencionar más de cinco. La razón: no escuchan tango. Así como no hay más ciego que quien no quiere ver, tampoco hay más sordo que aquel que no quiere oír: y eso se nota en la milonga, se nota al bailar.

Lo que más me llama la atención es que parece no preocuparles demasiado. Muchos de ellos lo bailan todo, casi por igual, y aunque a veces van a ritmo y técnicamente bailan, no escuchan la música en sí, sino que juegan tan solo con el ritmo. Es triste, porque se pierden la emoción y las sensaciones que ella da, esas que te hacen introducirte en las conversaciones de los instrumentos, vivirlas; esas que te erizan la piel, las que te hacen soltar un suspiro y con él, una sonrisa.

Hace poco descubrí una manera fácil de saber si un milonguero, sin bailar con él o sin verle bailar, si tiene o no posibilidades de encandilarme en la pista. ¿Cómo? ¡Pues compartiendo coche con él! Y a ser posible, su coche. De esa manera intuyes o no si esa persona escucha habitualmente tango, por el placer de escuchar, sin bailar. Si tiene tango en el coche, seguramente también en casa, quizás incluso cante en la ducha o haga algo parecido llamado desafinar (como es mi caso) y si esa persona escucha tango fuera de la milonga, lo más probable es que también lo haga en la milonga. Pero, por el contrario, si no escucha tango ni en su casa ni en su coche, es probable que tampoco lo haga en la milonga.Y no hay nada más desagradable que bailar con alguien que no escucha lo que suena.

Así que esta milonguera que escribe, si de casualidad sabe de alguien que no escucha tango en su vida cotidiana, seguramente tampoco aceptará una invitación a bailar suya: porque blanco y en botella, suele ser leche.

martes, 9 de junio de 2015

Algo así como un engaño

Recuerdo que sonaba una de mis tandas favoritas cuando él se acercó a invitarme a bailar. Una invitación directa, de esas que normalmente rechazo con un "no, gracias", especialmente si me encanta la orquesta. Él no me había visto bailar, ni yo tampoco a él, pero la intuición milonguera me decía que el chico era muy principiante, quizás por su falta de seguridad, pero sobre todo por su forma de vestir.

Acepté la incitación muy consciente de lo que sería: una tanda maravillosa para él, un momento especial compartido. En casi todas las milongas suelo aceptar una o dos de estas invitaciones, y a veces, incluso soy yo la que invita, sobre todo si sé que él no se atreve porque es más principiante que yo. Es de las pocas veces que hago invitaciones directas, porque en general, no me gustan.

Por un lado, creo que debemos ser considerados con los demás, con los que empiezan. Como todos hemos sido principiantes alguna vez, hemos sonreído con los ojos y el corazón cuando nos han invitado a bailar en nuestros comienzos con el tango, y por ello creo que tal y como hicieron con nosotros, debemos regalar esos momentos que calan en el alma, que quedan por siempre en el recuerdo. Pero creo que también debemos ser considerados con nosotros mismos, y aceptar este tipo de invitaciones en su justa medida.

Pero en mi vida de milonguera ha habido ocasiones en los que la invitación directa he sentido que venía con trampa, como la de aquella vez que un chico me vio bailar después de mirarme un montón de veces (de las yo ni cuenta me di) y al no consiguir el cabeceo, decidió que la mejor forma de salirse con la suya era una invitación directa, comprometedora. En ese momento no vi la jugada, y como en otros casos, acepté. Fue después, cuando él me confesó su jugada, cuando me sentí engañada. Cuando un hombre o una mujer no miran, puede ser por despiste, porque no quiere bailar esa tanda particular contigo, porque está descansando o haciendo algo más (en cuyo caso ya se dará la oportunidad en otra ocasión), pero normalmente suele ser que no quiere bailar contigo. En el fondo todos sabemos esto, pero a veces no nos conviene saberlo.

Aquella vez me molesté, especialmente porque sonaba también una de mis tandas favoritas, y al no decirme que era principiante, sentí que me robaba la oportunidad de realmente disfrutar de esa tanda con otra persona. Es simplemente un asunto de consideración. Ni ahora ni cuando empezaba a bailar he comprometido a nadie a través de una invitación directa, y mucho menos aún para salirme con la mía y bailar con alguien que se que es más experimentado que yo, simplemente porque se me antoja, sin tener en cuenta si esa persona se va o no a divertir tanto conmigo como yo con él. Que me lo hagan a mi, no me gusta tampoco.

martes, 2 de junio de 2015

La elegancia no va de colores

Recuerdo cuando empezaba a milonguear. Por entonces tenía un armario lleno de lo que yo entendía que era la ropa más elegante (aunque a veces también es la más incómoda), toda ella de colores oscuros, principalmente negros, grises y algún blanco. Colores fríos. Optaba por ellos porque según había oído decir siempre, eran los colores más discretos y elegantes. Quizás sea así, pero también son los colores de los muertos, del luto, y curiosamente los que te hacen casi invisible en la milonga. Además, humildemente opino que la elegancia no va de colores, sino de las personas que visten esos colores.

Recuerdo como me habían inculcado que ser discreta era una virtud, y por ello casi todo mi armario estaba lleno de "virtudes" en forma de faldas, vestidos, tops y pantalones, obviamente casi todos negros y también algo holgados, ya que eran los más discretos. La discreción venía de la mano de otra "lección maestra" que, al igual que tantas otras mujeres, recibí. En ella nos aseguraban que mostrarse sexy o llamar la atención significaba ser algo buscona, y eso era malo, era pecado, especialmente para las mujeres. Machista e injusto. Humildemente de nuevo opino que la elegancia ni se mide por colores ni por lo que vistes, sino por cómo lo vistes y por tu actitud. 

Aún así, viviendo en un país donde la crítica destructiva es el deporte nacional, intentaba llamar la atención lo menos posible. También quería evitar dar señales inequívocas y buscarme problemas con los hombres, a los que por entonces era incapaz de manejar y desgraciadamente les habían educado igual que a mi, lo que significaba que una chica que vestía sexy, era una puta a la que ellos tenían el derecho de tratar de cualquier manera. Y no hablo de hace tanto tiempo.Era el miedo y la inseguridad quienes me dominaban y me convencían sin esfuerzo alguno para seguir en esa línea de vestir y comportarme.

Pero llegó un día en el que me cansé de toda esa tontería: es lo que nos pasa a las mujeres cuando llegamos a cierta edad y empezamos a sentirnos seguras de nosotras mismas, a querernos, y aprendemos a poner límites. Fui ganando confianza con el tiempo y rompiendo poco a poco con todas esas normas impuestas por los demás y por mi misma, dejando los miedos atrás, esos que me quitaban libertad, que me inhibían y me impedían disfrutar del tango y de la vida como afortunadamente lo hago hoy en día. Visto de colores y me atrevo con el rojo, los escotes atrevidos y los vestidos ajustados, y me siento bien, guapa, sexy, y sobre todo, mujer. Además, es ahora que por primera vez en mi vida soy consciente del poder que ello me da y soy capaz de dominarlo, y no hay nada de malo en ello: se siente fenomenal. Ojalá pudiera regalar un poquito de ese sentir a cada mujer, que esté donde esté, lea esto.