martes, 25 de julio de 2017

Como un lapa

Era un evento de fin de semana, y tan pronto le vi en la pista quise fundirme en su abrazo. Le perseguí con la mirada durante toda la noche del viernes, pero él no miraba, o miraba y desviaba la mirada. Esa noche no tenía que ser... quizás ninguna, es cosa de dos.

Al día siguiente hubo una milonga de tarde a pleno sol, en un suelo que parecía el de una casa del terror: tableros de madera mal alineados, inclinados, con agujeros, y que invitaban a romperse los piños contra el suelo. Así que yo, muy dada a todo tipo de accidentes, después de bañarme en crema de sol de protección 50, me quite los tacones, me calcé unas zapatillas de baile y un vestidito muy veraniego con un escote de vértigo. Mi objetivo: bailar con él.

Allí lo vi de nuevo, sentado en un banco de madera tan firme y estable como la misma pista de baile. Fui a buscar hueco en el extremo del banco, a su lado, un instante después de que una chica se levantara del otro extremo. Y como las leyes de la física mandan, el banco primero subió y luego bajó de golpe cuando mi trasero encontró apoyo. El meneo que el pobre chico dio lo hizo chocarse ligeramente contra mí, ocasión que aproveché para entablar una mini-conversación. Justo entonces comenzaba una tanda de milongas y uno de sus pies empezó a golpear rítmicamente el suelo. Le mire, me miró y me preguntó: ¿eres chica de milonga? Y como una bellaca, mentí sin pestañear: "claro!"

Lo cierto que es bailo muy poco milonga, pero el no. La tanda, entre risas y risas, salió bien, conectamos, y al final me dijo: "pues sí, eres una chica de milonga". Y yo le dije "y también de tangos, así que si te apetece, quizás a la noche podríamos bailar una tanda". Sonrió, nos despedimos.

Llegó la noche del sábado y también la milonga de despedida del domingo. Me iba a ir a mi casa sin probar de nuevo su abrazo. Sonaba la última tanda cuando decidí que solo le iba a mirar a él y brindarle la mejor de mis sonrisas... ¡y funcionó! Me miró, cabeceó y nos fundimos en un maravilloso abrazo al borde de la pista. Lo que siguió después fue pura conexión, tanta y tan intensa, que pegados como una lapa a la roca, no nos separamos ni un milímetro entre tema y tema, fue tan intenso, que dos minutos después de terminar la tanda seguíamos abrazados, sin articular palabra alguna, sin querer que el momento terminara.

martes, 18 de julio de 2017

Todos los caminos conducen a Roma

Una milonga preciosa, ideal: amplia, con mesas ubicadas adecuadamente alrededor de la pista, con espacio suficiente para pasar cómodamente entre y por detrás de ellas; suelo de madera, cuidado con mimo; sonido limpio, elección musical que mantenía buen nivel de energía y la pista llena; luz tenue, ambiente relajado; fluidez de pista, sin peligros.

Yo estaba sentada en un bonito sillón rojo, con esa mala costumbre que tengo de cruzar las piernas, y disfrutando del ambiente y de una copa de vino blanco francés. Me sentía relajada, feliz, en las nubes. Hacía un tiempo que sentía su mirada constante sobre mí, esperando a que me girara y él pudiera invitarme mediante cabeceo. Le había visto bailar y sé que disfrutaría con él, pero la tanda no me gustaba. Esperé.

La tanda siguiente era una preciosa de Caló, me apetecía bailarla. Me giré, le mire, y allí estaba él esperando que nuestros ojos se encontraran. No dudó y me cabeceó. Sonreí, asentí y nos dirigimos a la pista. Una vez allí, parecía que no le gustaba el lugar del borde de la pista por donde debíamos incorporarnos, así que para mi sorpresa, salió corriendo (literalmente), cruzando la pista por medio, al otro extremo. Me quedé perdida, estupefacta, y pensando que aquel hombre había perdido la cabeza. Ni siquiera miró atrás para ver si yo le seguía. Dicen que todos los caminos conducen a Roma pero, ¿es realmente necesario recorrer todo el globo terrestre para llegar a ella?

Una vez que pude reaccionar al verle sonreír desde el otro extreme, me entró la risa por la situación absurda y seguí el juego y su locura aprovechando que la pista estaba calentando motores y que la gente aún estaba conectando en el abrazo: crucé a paso ligero sin parar de reír y me fundí en su abrazo.

Mereció la pena el deporte de riesgo de cruzar la pista y la cara de más de un milonguero cuando lo hice... me regaló una tanda fantástica, a la que siguieron unas cuantas más a lo largo de la noche. Fue uno de esos cuatro abrazos mágicos que descubrí aquella noche.

martes, 11 de julio de 2017

Andar en bici nunca se olvida

Eso me dijo de pequeña una vez mi abuelo, cuando después de aprender a montar en bici un verano, estuve el invierno sin subirme a ella, y de nuevo en primavera quise volver a intentarlo. Miré la bici recelosa, como si  fuera una tarea de la que quizás no fuera capaz de hacer.

En la vida hay muchas "bicicletas", con lo cual, esto ocurre de vez en cuando: a veces creemos que hemos olvidado, pero en realidad hay una parte inconsciente que siempre recuerda. Suele ser el miedo el mayor enemigo, ése que nace de la falta de confianza en la capacidad que tiene una misma de hacer las cosas, de la pérdida de control ante la incertidumbre y lo inevitable, de la certeza de sentir vulnerabilidad física y de sufrir un daño.

El tango también ha sido una "bicicleta" para mí en varias ocasiones, la última, hace muy poco tiempo.

Esta primavera, tras meses sin bailar por motivos de fuerza mayor, acudí a un evento de tango en el que bailaba con gente a la que no conocía. No había miedo por falta de confianza en mí misma, tampoco miedo por la pérdida de control ante la incertidumbre y lo inevitable, sino más bien a la vulnerabilidad física y a sufrir daño. Tan solo bailé con milongueros que conocía, en los que confiaba y rechacé cuatro o cinco invitaciones, todas ellas directas, de milongueros a los que no había visto bailar... y menos mal, porque luego los vi, y supe que había hecho bien en rechazarlas: me hubieran dañado sin duda. Pero eso sí, estaba feliz, por fin había conseguido subirme de nuevo a una bicicleta.

Durante algún momento de la noche fui al baño -ese lugar donde las mujeres cotorreamos-, y no pude evitar oír la conversación de dos mujeres a las que no veía. Una de ellas parecía ofendida porque alguien había rechazado a su marido en una invitación a bailar. Se quejaba de que el tango era un baile social, de que la mujer que había rechazado a su marido era una maleducada, bla,bla, bla... todo perlitas las que soltó la mujer que hablaba. Tras un minuto o dos de conversación, me di cuenta de que la "maleducada" de la que hablaba era yo. Poco después, las oí cerrar la puerta y salir.

Quisiera que alguna mujer que piensa como ella me responda a la siguiente pregunta: ¿no es mejor gastar la energía en tener buena onda, sonreír y abrazar, que en juzgar a los demás sin más, sin conocer?

martes, 4 de julio de 2017

Respondiendo a un porqué

Una mujer es invitada por un hombre y ella rechaza la invitación. Es una escena que no es agradable para ninguna de las partes implicadas, pero sucede de vez en cuando. Hay hombres que se ofenden, directamente asumen que la mujer no quiere bailar con ellos, y listo. Muchas veces es cierto, otras no.

La verdad es que nadie se para a pensar el porqué, simplemente se sentencia el acto, mediante un juicio personal. A veces, el orgullo del hombre queda herido, y la consecuencia de esto es que luego ese hombre ya no habla a la mujer de nuevo, se comporta con incomodidad, evita su mirada, o incluso hay algún osado que incluso la crítica. Pocos lo toman con naturalidad, sin darle más importancia de la que merece.

¿Os ha pasado alguna vez? Pues bien, yo soy una de esas mujeres que ha rechazado, nunca por gusto, sino porque me ha salido del corazón. Me he visto en esa situación varias veces. La primera vez me dolió la actitud del hombre, después ya no, aunque sigue resultando algo molesto que reaccione de esa manera en lugar de con naturalidad.

Hay algún hombre rechazado (amigo o conocido), sin embargo, con el que he podido hablar tomando una copa y explicarle el porqué de mi rechazo. Después de comprenderlo la energía ha vuelto a fluir positivamente. Pero esto es algo que no se puede hacer con cada milonguero. Además, nadie tiene el deber de contar su vida ni dar explicaciones: comprender eso es respetar. 

A este conocido le expliqué que en mi caso particular, por motivos de salud, soy muy sensible a cualquier movimiento brusco o a abrazos rígidos, que por leves que sean, me hacen daño. Fui muy sincera con él y le expliqué, que como él, hay hombres que aún no saben o no pueden disociar bien por los motivos que sean (salud, falta de práctica, o técnica), pero que les gusta el abrazo cerrado (y rechazan el abrazo abierto, que es en el que la mujer podría estar más cómoda). El que un hombre no disocie bien, hace que de alguna manera y sin querer, someta a la mujer a movimientos antinaturales, que pueden dañar seriamente su columna, o también las articulaciones, principalmente rodillas. En el mejor de los casos es simplemente molesto, no es agradable... y para disfrutar ambos de una bonita tanda, los dos deben de estar cómodos.