martes, 30 de septiembre de 2014

El rol en el que te cuidan

Me atrevo a decir que el rol del hombre en el tango tiene más mérito que el de la mujer. Creo que el hombre, tras aprender lo básico, que no es nada fácil, tiene después que aprender a deslizarse por la pista, a estar pendiente de la mujer y a protegerla de posibles golpes, a escuchar la música mientras imagina cómo interpretar cada frase musical, y aún así, todavía disfrutar del baile, a pesar de todo ese estrés.

Para una milonguera, lo más difícil de bailar tango puede que esté en dejar que él tome las riendas, en aprender a esperar y no adelantarse, en conseguir un control del eje, y en preparar el cuerpo para responder a marcas casi por acto reflejo, ya que al fin y al cabo el tango es un idioma, cuyo canal de comunicación es el abrazo. Una vez aprendido todo esto, bailar, es como conducir, solo que no tienes que estar pendiente de los demás conductores, y puedes hacerlo además con los ojos cerrados, entregándote aún más al abrazo, a la música y al disfrute del momento. Relajada, confiada, a ciegas. 

Para una milonguera también tiene un toque egoísta eso de dejarle a él con la responsabilidad de cuidarnos a los dos, pero la verdad es que esa sensación nos encanta a muchas: es una liberación. Dejar a un lado a esa cuidadora innata que casi todas llevamos dentro como madres potenciales, aunque sea por unos minutos, y dejar que sea otra persona quien nos cuide, es uno de los aspectos de bailar tango que más encandilan desde el primer día en el que pisas una milonga.

jueves, 25 de septiembre de 2014

Lo importante no es como se empieza sino cómo se acaba

Finales de verano, en una localidad declarada Patrimonio Mundial de la Humanidad en 1981. Allí tenía lugar un festival, con formato de maratón, en la que desde las dos de la tarde hasta bien entrada la madrugada, podías disfrutar de los abrazos hasta que tus pies no daban más, sobre un suelo de madera, colocado para la ocasión, y rodeado de paredes que en otros tiempos habían pertenecido a una preciosa iglesia gótica. El sitio, simplemente increíble, precioso.

Era jueves y había hecho un viaje largo, así que tras asearme rápidamente en el hotel, me fui corriendo a la milonga. Hacía ya dos horas que los abrazos se deslizaban por la pista. Decidí cenar algo ligero y casero allí mismo, mientras observaba la pista y me sumergía en el ambiente, así que compré un refresco y un platito de algún tipo de tartaleta de verduras y busqué un lugar para sentarme. Junto a una enorme columna vi una mesita de noche, parte del decorado, y como parecía que todas las mesas estaban ocupadas, me pareció una buena opción. Además, desde ahí vería a mis amigos llegar.

Dejé mi cena sobre la mesita y localicé a medio metro una silla que estaba sin ocupar, la acerqué y me senté toda emocionada, nerviosa por empezar a disfrutar del maravilloso fin de semana de tango. Una milésima de segundo después sentí cómo la gravedad me atraía estrepitosamente hacia el suelo de piedra, mientras sin comprender lo que sucedía, mi trasero aterrizaba bruscamente encima de lo que quedaba de mi silla, que ahora estaba hecha añicos.

Tardé unos segundos en reaccionar, intentar moverme para comprobar que mis huesos no habían terminado como la silla. Para cuando se me fue el susto del cuerpo, ya tenía a un amable señor ayudándome a levantarme y a una testigo super-simpática de la organización, que no paraba de preguntarme si me encontraba bien. Ella retiró la silla, y me trajo otra, y tras asegurarse de que estaba en condiciones, volvió a disculparse para luego ofrecerme un postre o un refresco para terminar de quitarme el susto. Todo un detalle. Definitivamente aquel fin de semana no lo empecé con buen pie, pero suelen decir que lo importante no es como se empieza, sino como se acaba.

A lo largo del fin de semana, yo y mis morados repartidos por todo el cuerpo, nos cruzábamos con esta chica de la organización bastante a menudo, y cada vez que lo hacíamos había alguna broma de por medio, o un ratito de charla, así que con los días se formó una complicidad especial y muy buena onda. Tanto, que al final del festival, habiéndose mis amigos ya a sus casas y yo quedándome un día más antes de regresar a la mía, me ofrecí a ayudarle a ella y a su equipo a recoger todo. La sorpresa vino después, cuando como agradecimiento por la ayuda, me invitaron a cenar con todos ellos comida casera riquísima, dando así el broche final a un estupendo fin de semana lleno de tandas maravillosas, un ambiente increíble y una sensación de querer volver.

domingo, 21 de septiembre de 2014

Un abrazo inalcanzable

Él era un chico al que admiraba de lejos, pero lo veía como inalcanzable a la hora para bailar. En realidad lo era. Cada vez que él y su preciosa novia bailaban, me quedaba embobada por lo elegantes y bien que se desplazaban por la pista. Era un auténtico placer verlos. Pero a nivel personal, pensaba que eran raritos y poco simpáticos, y también algo especiales ya que a pesar de tener amigos en común, sus saludos habían sido escuetos, casi comprometidos. Tampoco los veía relacionarse con mucha gente, tan solo con el grupito de bailarines profesionales asistentes a evento en cuestión en el que coincidíamos. Llegué a la conclusión de que quizás ellos también eran bailarines profesionales.

Fueron varias las veces las que coincidimos en distintos lugares, hasta que sin saberlo, fui a una maratón de tango a la ciudad en la que él vivía. Él no era asistente oficial, pero sin embargo, en la noche del sábado, justo el día en el que la pista estaba rara, medio vacía, él apareció, tan elegante como siempre, a bailar unas tanditas. Casi todos estábamos en grupitos con nuestros amigos, comiendo, charlando, la música desde luego no invitaba a bailar.

Iba al baño, a recogerme el pelo que me estaba agobiando por el calor y entonces me crucé con él: me reconoció, me saludó y me dio dos besos, e incluso se paró a charlar un par de minutos. Me quedé sorprendida, quizás no era tan rarito como pensaba. Al regresar del baño me volví a sentar junto a mis amigas y me olvidé completamente de él.

En un momento dado empecé a tener algo de sueño y me propuse bailar unas tandas para despejarme, aunque la música no me gustaba. Me acerqué al borde de la pista y me senté en un puf. De repente, a metro y medio de distancia, él me miraba y me cabeceaba. Miré alrededor, estaba sola, definitivamente era a mí. Me levanté sin salir de mi asombro y le ofrecí el abrazo. Fue tan fantástico como imaginaba. Lo que no estuvo a la altura fue la tanda, que rara a más no poder, fue todo un reto para bailar. Aún así pudimos salvar la tanda y disfrutarla a nuestra manera. No sé ni la orquesta ni de dónde sacó el Dj aquello que sonó.

Dos semanas más tarde, de nuevo coincidí con él en otro evento, nos vimos, y los saludé a ellos y otras personas que estaban con ellos, algunos maestros que ya conocía de alguna clase. Luego me fui a sentarme a las gradas, donde estaban mis amigos, y donde esperaba las tandas que me gustaban para empezar a mirar a chicos y obtener un cabeceo. Había tanta gente que aquello era como una pesadilla.

De pronto, lo vi de nuevo a unos tres metros de mí, cabeceándome otra vez. Ahora sí estaba realmente sorprendida, pero mi asombro y yo bajamos felices a ofrecerle el abrazo. Sinceramente, no pensé que esa vez, que él estaba con su grupito de siempre, se separara de ellos y viniera a buscarme para bailar conmigo: pero lo hizo. Me volvió a brindar una tanda maravillosa, y a partir de aquel día, lo anoté en mi lista de "talones de Aquiles". Es increíble como algunas personas son capaces de romperte los esquemas en tan poco tiempo.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

Haciendo poesía

Era una clase a la que tenía muchas ganas de asistir ya que anteriormente había tomado clases con ellos. Sabía que iba a aprovecharla plenamente, tan solo escuchando todo lo que él tenía que decir. Encontrar a alguien que desborde pasión al hablar de tango como él no hace, no es fácil; que además tenga el conocimiento sobre cultura del tango y musicalidad como él lo tiene, tampoco; y conseguir que a los asistentes se les pasen los minutos volando, queriendo escuchar más y más, mucho menos.

Esa clase era sobre tango de salón. El tema de la clase no me llamó mucho la atención, pero sabía que él tendría algo interesante que decir. En su charla nos explicó cómo en sus orígenes el tango de salón era algo diferente de lo que hoy en día se conoce como tal. Por lo que entendí, en aquellos tiempos, en la milonga se veía a aquellos milongueros más destacados del momento, bailar pisando a tiempo al inicio de la frase musical y a destiempo el resto. Desde fuera, aquello se vería extraño, difícil de comprender, e incluso quizás dando impresión de que se bailaba sin escuchar la música. Sin embargo, esa peculiaridad de no pisar a tiempo era a propósito, queriendo dar así toque poético a su forma de interpretar la música.

Pude comprobar en la clase que bailar así es muy dificilísimo porque tus pies van por sí solos a pisar en el tiempo, como algo inevitable, así que hacer lo contrario requiere concentración, improvisación y desde luego un toque de atrevimiento y mucha maestría al bailar. Maestría que muy pocos o casi ninguno tiene. Y quizás un alma poética, no digo que no. Requiere todo esto, o bien no tener sentido musical de ningún tipo.

Según él explicaba todo esto en clase, me estaba imaginando a todos esos milongueros que conozco que no pisan a tiempo ni de casualidad, pero no en un intento de ser poéticos, sino porque son del último grupo mencionado, es decir, no tienen sentido musical de ningún tipo. Me puse nerviosa, siendo terriblemente consciente de que en aquella clase habría unos cuantos de estos, que ahora, en lugar de preocuparse por escuchar la música y pisar a tiempo, tomarían lo que les conviene de lo que les estaban diciendo en la clase y sucumbirían al placer de "hacer poesía de forma natural". Se que esto sucederá así, no por ser negativa, sino porque no puedo negar una realidad: que la gente se acostumbra a escuchar lo que quiere escuchar, y que el ego de algunas personas, incapaces de reconocer sus errores o imperfecciones, puede ser el peor de los enemigos. Además, si a todo esto le sumamos esa la certeza propia de que uno no aprende cuando le enseñan, sino cuando está preparado para aprender, entonces evidentemente tenemos un problema.

¡Ay... Pebete!¡La que nos has liado a las pobres milongueras!

sábado, 13 de septiembre de 2014

Los talones de Aquiles

Creo que toda milonguera tiene al menos un talón de Aquiles. Hablo de esos milongueros a los que una ni puede ni quiere rechazar una invitación suya, de esos cuya conexión en el abrazo es tal, que garantiza una tanda maravillosa, que sabes que será igual de bueno suene un tango, una milonga o un vals, Canaro, Pugliese o eso que llaman tango nuevo. Pero esos puntos débiles que una tiene, van cambiando con el tiempo, a medida que la experiencia los va transformando, o las circunstancias dadas por el momento o las etapas de la vida.

Recuerdo que cuando empecé a bailar, tenía muchos talones de Aquiles: todos los milongueros me parecían maravillosos. Luego empecé a seleccionar y a quitar del grupo a aquellos que me hacían daño al abrazarme, me empujaban, me daban lecciones mientras bailábamos, olían a todo menos a rosas, en definitiva, todos los que me hacían sentir incómoda. El grupo se redujo considerablemente. Se convirtió en una lista en el momento en el que eliminé a todos los que no escuchaban la música. Con el tiempo, la lista se quedó temblando, pero también ha sido porque he afinado la definición de talón de Aquiles, dejando en ella tan solo a aquellos milongueros con los que siento algo mágico y se con seguriad que es compartido, con los que me hacen sonreír y temblar a cada momento, con los que podría pasarme toda una milonga sin separarme de ellos.

Ahora os hablaré de uno de los pocos milongueros que a día de hoy forman parte de mis talones de Aquiles.

Lo conocí hace algún tiempo, cuando yo todavía era incapaz de mantener mi eje, la perfecta pesadilla de cualquier milonguero. Me pareció un chico guapo y buen bailarín, bastante fuera de mi alcance debido a su nivel de baile. Así que el día que me invitó por primera vez, no me lo podía ni creer: supongo que se equivocó, pero como regalos como ese no caen del cielo cada día, acepté. Fue lo que estaba destinado a ser: un desastre, y no por él, sino por mí, que estaba tan nerviosa que fui incapaz de dar dos pasos seguidos a ritmo o en mi eje. Aún así, disfruté, pero seguro que este disfrute fue unilateral. Terminamos la tanda, y después de sonreír, me dio las gracias.

Pasó bastante tiempo hasta que volvimos a coincidir, y para sorpresa mía, me volvió a invitar. Supongo que sentiría curiosidad por ver que cómo había evolucionado mi eje, si seguía como la torre de Pisa o empezaba a parecerse más a la torre Ader. Por entonces ya lograba mantener mi eje bastante mejor, empezaba a necesitar algo menos de concentración para "traducir" las intenciones del chico y por tanto prestaba más atención a la música. Aún así, disfruté la tanda menos que la primera vez, porque aunque él se adaptaba a mi en todo momento, yo no alcanzaba a relajarme, bajo la presión de no estar a su altura, de que él no disfrutara.

Bastante tiempo después, volví a coincidir con él: de nuevo me sorprendió, me volvió a invitar a bailar. Esa vez conecté con él, ya dueña de mi eje, entregada tan solo a su abrazo y a la música, pude brindarle una tanda que se que él también disfrutó, y lo sé porque no bailamos una, sino dos tandas seguidas. Es increíble cómo aquel chico, con el que nunca hasta la fecha había vivido esa magia tan especial que te deja temblando al compartir un abrazo, de repente se convirtió en uno de mis talones de Aquiles.

Hoy en día, aunque son bastantes los milongueros con los disfruto bailando, cada vez el número se reduce más y más. En ese grupito selecto de mis talones de Aquiles están aquellos con los que además de disfrutar bailando, puedo jugar con la música, me sorprenden, me dejan con una sonrisa permanente en la cara tras cada tema o un suspiro mal contenido al finalizar la tanda, cuando se acaba y no quiero que lo haga, pero sobre todo, cuando se que todo esto que me hace sentir es compartido.

Hay que disfrutarlos todo lo que se puede, porque hoy están, mañana ya no; porque el tiempo y la experiencia van moldeando, cambiando a las personas; porque lo que hoy te parece un abrazo maravilloso, mañana puede que deje de serlo. El gran consuelo es saber que cuando pierdes un talón de Aquiles, normalmente sueles descubrir otro... u otros.

martes, 9 de septiembre de 2014

Al rescate

Era el festival de Tarbes y yo estaba sentada en la última fila de las gradas laterales, esas con peldaños tan mortíferos que hacen que cada año más de una milonguera esté apunto de quedarse sin dientes tras rodar unos cuantos escalones abajo. Había elegido aquel sitio porque a parte de que me gusta la aventura, era uno de los sitios más discretos para dejar las pertenencias, era además un lugar donde observar bien la pista y el ambiente, y a la vez ideal para evitar un exceso de invitaciones directas incómodas.

Sonaban los primeros acordes de uno de esos temas que te hacen saltar de la silla y ponerte como una loca de emoción y de ganas de bailar. En aquel momento yo estaba cambiando mis zapatos a unos con menos tacón. Creo que entonces batí el record del mundo en ajustarme las tiras de las sandalias y salir corriendo a la pista en busca de una pareja para bailar la orquesta de mis amores... y todo eso conservando cada una de las piezas que componen mi sonrisa.

Una vez en la pista intenté relajarme y concentrarme para mirar a aquellos bailarines con los que me gustaba la idea de bailar esa tanda tan especial. Sentía que no podía bailarla con cualquiera: necesitaba alguien con sentido de la musicalidad, con ganas de jugar, de escuchar, de ser cómplice, de hacerme volar. Cabeceé a uno, pero no hubo suerte. Finalmente, algo desesperada, localicé a mi lado a uno de mis bailarines favoritos y haciendo eso que solo hago en situaciones muy particulares, invité de forma directa. Tampoco tuve suerte esa vez: él rechazó mi invitación.

A veces no puede ser, así que con cara de pena, pero al menos con ganas de disfrutar la música sentada en mi silla, subí las escaleras del exorcista, donde un amigo me miraba con cara de sorpresa por no estar bailando mi tanda favorita. No se lo pensó dos veces: se levantó, como el mejor de los amigos, me invitó a bailar.

¡Y qué contaros! a pesar de que solo llegamos a bailar los dos últimos temas, él los hizo inolvidables. Como siempre, supo esperar, sintió, escuchó, permitió que mis pies jugaran con la música, e hizo que aquella conversación de a trés -la música, él y yo-, fuera inolvidable. Me hizo volar. Gracias por todo, D'Artañan.

sábado, 6 de septiembre de 2014

SoloOcho

Todas las milongueras, tarde o temprano pecamos comprando unos zapatos, una falda, un top o cualquier otra preciosidad que vemos en las tiendas ambulantes de ropa de tango que van a los encuentros milongueros o festivales. Normalmente todas miramos la ropa, la deseamos, pero luego intentamos resistirnos todo lo posible, ya que el bolsillo no da para satisfacer cada capricho, sobre todo, porque los caprichos en cuestión van normalmente desde los cincuenta a los doscientos euros.

Ese día había desayunado muy temprano, al finalizar la milonga, antes de ir a dormir. Engañé al estómago lo suficiente como para dormir unas horas, pero después de bailar durante toda una noche, por mucho que le engañes, en pocas horas despiertas famélica total. Así estaba yo esperando a que abrieran el comedor para devorar lo que fuera, cuando conocí a Elvira, la creadora de las preciosidades de SoloOcho. Pero el encuentro duró muy poquito y me quedé con ganas de observar los trapitos al detalle, ya que poco después, el ruido de mi estómago batallando contra el hambre y el ruido de las puertas del comedor al abrirse se transformaron para mi en una orquesta que hizo que mis pies volaran comedor adentro, justo como me sucede cuando oigo un tango que me gusta.

Por la tarde, ya tranquila la fiera, volví a ver los modelitos con el estómago lleno, y qué cosa, ¡parecían incluso más bonitos! Allí estaban todos ellos, colgados en perchas, preparados para tentarnos a todas las milongueras. Ya tenía un modelito casi elegido cuando vi como una amiga sostenía una falda entre sus manos... y fue inevitable: me enamoré. Me la probé, pero justa de talle como me quedaba, volví a colocarla en su percha con cara de pena. Elvira me vio y se ofreció a tomarme las medidas para hacerme una de mi talla. Pagué la falda y semanas después, el cartero llamaba a mi puerta con mi auto regalo de Navidad.

Corrí como una loca a ponérmela y casi me muero del susto cuando vi que no me quedaba bien: el tinte de la tela no era exactamente como el que me había probado y me quedaba alta en la cintura, así que decidí escribir a Elvira. Ella, profesional como es, en seguida me ofreció soluciones y me pidió que le enviara la falda para arreglarla o incluso hacerme una nueva, haciéndose ella cargo de todo. Da gusto encontrar gente como ella, la verdad.

Cosas de la vida y la milonga que a la semana siguiente me la encontré en un festival, me tomó medidas de nuevo, charlamos, y tuvo el detallazo de regalarme un top para la falda como compensación por las molestias causadas. No me lo podía creer, un amor, definitivamente.

Unas semanas después, aunque con algo de retraso, tenía mi preciosa falda. La lucí por primera vez en una milonga malagueña... y no pude evitarlo: me volví a enamorar del trapito.

Así que chicas, os recomiendo SoloOcho, no solo por la preciosidad de modelos que ofrece sino porque podéis tener la completa seguridad de que detrás, está Elvira, una auténtica profesional que os tratará como reinas.

miércoles, 3 de septiembre de 2014

¿Diamantes en los tacones?

 Los zapatos de tango son preciosos, suelen ser de calidad y cómodos. Ves unos que te gustan, te los pruebas y a veces tienes la sensación de que deben de tener algún diamante escondido en los tacones, sobre todo cuando ves el precio. Lo bueno casi siempre cuesta dinero, cierto; pero a veces, estos precios son sencillamente exagerados.

Hace menos de dos años viajé a un país del este. Visité una tienda de zapatos de tango y compré unos por 80 euros. Los dueños de la tienda eran los fabricantes. La razón de obtener un precio tan ventajoso fue que se trató de una compra colectiva entre un grupo de amigos milongueros, y que no eran intermediarios. Ese mismo año, alguien, de los que no pueden hacer factura y de los que venden en un puesto dentro del festival, ofrecía esa misma marca por 160 y 180 euros.

Al año siguiente viajé de nuevo a otro país y visité otra tienda de zapatos de tango de otra marca diferente. Los dueños de la tienda no eran los fabricantes, sino intermediarios, legales, verdaderos, de los que hacen factura. Obtuve un precio algo menos económico porque compré dos pares. Pagué 105 euros por cada uno. En cuanto a calidades, debo aclarar que eran similares a los del año anterior. Casualmente, también en ese año y en otro festival, vi otra persona, de los que venden zapatos en festivales, que ofrecía exactamente esa misma marca, pero por 160 euros. Sinceramente, no se si estos eran o no verdaderos intermediarios, aunque tengo mis dudas.

Sacar conclusiones aquí es fácil: los zapatos no tienen diamantes en los tacones, sino gente avariciosa y no muy legal que se quiere hacer de oro a costa de la ingenuidad de los demás.

Profundizando en el tema, aclaro que en el caso de los zapatos de tango, como milonguera consumidora, entiendo que el precio del fabricante debe de ser relativamente alto (que no es lo mismo que caro) porque usan materiales de calidad y es un trabajo artesanal, con lo cual, además es lógico que  añadan un margen significante para el beneficio de su empresa. También me parece bien que los verdaderos intermediarios añadan el coste de la distribución y un margen para obtener a su vez un beneficio. Hasta ahí, todo correcto.

Luego llegan los avariciosos de los que hablo, es decir, particulares disfrazados de asociaciones, escuelas, o lo que sea, que compran estos zapatos, que los transportan a otro país y los venden incrementando su precio a veces hasta en un 100% o más, sin ningún miramiento, aprovechándose así de los milongueros y milongueras que desconocen el verdadero precio de esos zapatos. Reconozco que cada uno es libre de poner el margen que quiera para obtener un beneficio en su empresa, pero para hacer eso hay que tener una empresa. Lo que sucede es que la mayoría de esta gente no son empresas, ni pagan impuestos, ni siquiera son legales, y mucho menos, intermediarios. Para comprobar lo dicho solo teneis que pedir factura y ver la cara que ponen. Yo me niego a comprar a esta gente porque primero, estafan al consumidor final, hacen competencia desleal a los verdaderos distribuidores y encima, cometen delito por no declarar impuestos, cosa que nos perjudica absolutamente a todos. Os dejo pensando...