sábado, 13 de septiembre de 2014

Los talones de Aquiles

Creo que toda milonguera tiene al menos un talón de Aquiles. Hablo de esos milongueros a los que una ni puede ni quiere rechazar una invitación suya, de esos cuya conexión en el abrazo es tal, que garantiza una tanda maravillosa, que sabes que será igual de bueno suene un tango, una milonga o un vals, Canaro, Pugliese o eso que llaman tango nuevo. Pero esos puntos débiles que una tiene, van cambiando con el tiempo, a medida que la experiencia los va transformando, o las circunstancias dadas por el momento o las etapas de la vida.

Recuerdo que cuando empecé a bailar, tenía muchos talones de Aquiles: todos los milongueros me parecían maravillosos. Luego empecé a seleccionar y a quitar del grupo a aquellos que me hacían daño al abrazarme, me empujaban, me daban lecciones mientras bailábamos, olían a todo menos a rosas, en definitiva, todos los que me hacían sentir incómoda. El grupo se redujo considerablemente. Se convirtió en una lista en el momento en el que eliminé a todos los que no escuchaban la música. Con el tiempo, la lista se quedó temblando, pero también ha sido porque he afinado la definición de talón de Aquiles, dejando en ella tan solo a aquellos milongueros con los que siento algo mágico y se con seguriad que es compartido, con los que me hacen sonreír y temblar a cada momento, con los que podría pasarme toda una milonga sin separarme de ellos.

Ahora os hablaré de uno de los pocos milongueros que a día de hoy forman parte de mis talones de Aquiles.

Lo conocí hace algún tiempo, cuando yo todavía era incapaz de mantener mi eje, la perfecta pesadilla de cualquier milonguero. Me pareció un chico guapo y buen bailarín, bastante fuera de mi alcance debido a su nivel de baile. Así que el día que me invitó por primera vez, no me lo podía ni creer: supongo que se equivocó, pero como regalos como ese no caen del cielo cada día, acepté. Fue lo que estaba destinado a ser: un desastre, y no por él, sino por mí, que estaba tan nerviosa que fui incapaz de dar dos pasos seguidos a ritmo o en mi eje. Aún así, disfruté, pero seguro que este disfrute fue unilateral. Terminamos la tanda, y después de sonreír, me dio las gracias.

Pasó bastante tiempo hasta que volvimos a coincidir, y para sorpresa mía, me volvió a invitar. Supongo que sentiría curiosidad por ver que cómo había evolucionado mi eje, si seguía como la torre de Pisa o empezaba a parecerse más a la torre Ader. Por entonces ya lograba mantener mi eje bastante mejor, empezaba a necesitar algo menos de concentración para "traducir" las intenciones del chico y por tanto prestaba más atención a la música. Aún así, disfruté la tanda menos que la primera vez, porque aunque él se adaptaba a mi en todo momento, yo no alcanzaba a relajarme, bajo la presión de no estar a su altura, de que él no disfrutara.

Bastante tiempo después, volví a coincidir con él: de nuevo me sorprendió, me volvió a invitar a bailar. Esa vez conecté con él, ya dueña de mi eje, entregada tan solo a su abrazo y a la música, pude brindarle una tanda que se que él también disfrutó, y lo sé porque no bailamos una, sino dos tandas seguidas. Es increíble cómo aquel chico, con el que nunca hasta la fecha había vivido esa magia tan especial que te deja temblando al compartir un abrazo, de repente se convirtió en uno de mis talones de Aquiles.

Hoy en día, aunque son bastantes los milongueros con los disfruto bailando, cada vez el número se reduce más y más. En ese grupito selecto de mis talones de Aquiles están aquellos con los que además de disfrutar bailando, puedo jugar con la música, me sorprenden, me dejan con una sonrisa permanente en la cara tras cada tema o un suspiro mal contenido al finalizar la tanda, cuando se acaba y no quiero que lo haga, pero sobre todo, cuando se que todo esto que me hace sentir es compartido.

Hay que disfrutarlos todo lo que se puede, porque hoy están, mañana ya no; porque el tiempo y la experiencia van moldeando, cambiando a las personas; porque lo que hoy te parece un abrazo maravilloso, mañana puede que deje de serlo. El gran consuelo es saber que cuando pierdes un talón de Aquiles, normalmente sueles descubrir otro... u otros.

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