viernes, 5 de agosto de 2016

Empezando a milonguear

Me anunciaron que se iba, y no dudé en dejar mi trabajo para acompañarla en el viaje. Pero no teníamos el mismo destino: el suyo, despedirse de la vida, la familia y su pequeña; y el mío, estar a su lado mientras lo hacía.

Aquel viaje duró meses.

Hasta entonces había milongueado poco, supongo que porque para milonguear hay que ir a clases y aprender y yo había tomado pocas clases productivas, así que no era capaz de desenvolverme en la pista ni evitar que me sentasen después del primer tango. También hay que disponer de recursos económicos para poder pagar la entrada a las milongas, y aunque soy una chica afortunada en muchos aspectos de la vida, en ése que consiste en encontrar un trabajo con una paga decente, mi suerte navega por otros mares. Para milonguear, también la salud debe acompañar y, resumiendo, la mía no lo hacía.

Según ella hacía las maletas, yo empecé a milonguear como nunca. Solo conocía una milonga local, así que con ayuda de San Google me informé en Internet sobre milongas, y escribí a todas ellas para obtener detalles de cómo llegar, los horarios, y los precios de entrada. Descubrir que existía más de una milonga por mi zona fue como descubrir un tesoro. Al principio iba sola, bailaba poco, pero me sobraba ilusión.

Poco a poco fui enganchándome a la sensación que produce abrazarse a alguien, dejar las responsabilidades y preocupaciones a un lado, sentir, disfrutar de la música y olvidarse del resto del mundo. El tango se convirtió en mi droga. Era lo que me hacía dormir cada noche tras días de intensas emociones, de regalar mi energía más positiva, y de utilizar la poca que me quedaba en recuperarme yo misma. Y más tarde fue mi salvavidas, cuando el barco amenazaba con hundirse, al irse ella se fue para siempre.

En aquella época, estando de duelo, recuperaba mi salud lentamente, comenzaba un nuevo trabajo lleno de desafíos, y cupido me gastaba una broma de mal gusto, fulminándome sin miramiento alguno. Lidiar con mis emociones -que bajaban, subían, daban vueltas y amenazaban con volverme loca-, ocupaba toda mi energía. Me sentía como un barco a la deriva que tras una tormenta divisa un puerto en el horizonte pero está demasiado maltrecho como para llegar a puerto, o en mi caso, para controlar ninguna emoción. Pero el tango fue mi salvavidas entonces: esa energía extra que necesitaba para afrontar el día a día, lo que me ayudó a canalizar mis emociones, y lo más importante, el ancla que evitó que el barco de mi vida quedara a la deriva demasiado tiempo.

Afortunadamente es cierto que en el mar hay muchos barcos, cada uno especial a su manera y siempre hay unos cuantos cerca para subirte a bordo cuando lo necesitas. Y el tango, también, siempre está ahí, como la familia, el sol, y las estrellas más especiales.

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