miércoles, 16 de enero de 2013

Caminar: lo más difícil en el tango

 Era la época en la que empezaba a milonguear y frecuentaba dos milongas semanales. A una de ellas vino un chico nuevo. Le gustaba mucho hacer figuritas y todo lo que supusiera que le mujer levantara la pierna por encima de la rodilla. Me bastaron cinco minutos observándole para sentir pánico, pero no por miedo a que utilizando a alguna bailarina, me sacara un ojo con el tacón de la pobre chica, sino a que me invitara a mí a bailar, ya que yo apenas sabía el básico. Por entonces, la palabra no no existía en mi vocabulario. 

   A media milonga, me miró, así que para evitar la tragedia, me levanté discretamente y me fui a retocar al baño. Cuando volví a la milonga él ya bailaba con otra y yo suspiré de alivio. Y ante semejante suspiro una chica que allí había me preguntó porqué no quería bailar con él. Mi respuesta fue "es que a mi solo me gusta bailar con chicos que me abrazan un poco y caminan". Y decía una verdad como un templo, ya que caminar era lo único con lo que realmente yo me sentía cómoda por mis pocos recursos, y eso de que me abrazaran poco, era más bien una forma de decir que no me gustaba que me apretaran. Nada que ver con lo que esta chica pensaba cuando me dijo: "vaya, ¡no pides poco!” Y obviamente no entendí a lo que se refería hasta muchísimo tiempo después.

   Algo que parece tan sencillo como caminar, en realidad es lo más difícil del tango. Me refiero a caminar bien, porque caminar lo hacemos todos. Algo sucede cuando nos ponen un tango de fondo y nos piden caminar por la pista escuchando la música. Yo me acuerdo la primera vez que un profesor me dijo que caminara alrededor de la pista. Lo primero que pasó por mi cabeza, era que me tomaba el pelo. Cuando decidí que no, pensé que estaba perdiendo el tiempo porque yo ya sabía caminar y lo hacía a tiempo. Seguía sin entender, pero yo hacía lo que me decían, y caminé muchas veces alrededor de la pista.

  Empecé a ver la dificultad cuando un día fui a clase enferma y tuve que sentarme y observar a los demás caminar alrededor de la pista. Algunos parecía que estaban contorsionándose en lugar de caminando, otros parecían soldaditos (algo así como Roberto Benigni en la escena de La Vida es Bella cuando pasa por delante de su hijo antes de que lo fusilen), otros sacaban la pierna hacia delante y dejaban el cuerpo atrás (me imagino que ni a propósito podían hacer semejante hazaña), y solo unos poquitos hacían algo parecido a caminar con naturalidad, de los cuales, solo uno o dos lo hacía a ritmo. Obviamente, me sentí identificada con alguno de los de la pista, y no era precisamente con los últimos que he mencionado. Ahí empecé a ver a qué ser refería la chica. Y aunque ya antes de empezar con mis clases de tango sabía lo importante que es observar, fue como volver a descubrirlo.
  Sin embargo, para saber lo que era caminar bien, lo tuve que sentir. Y ese día llegó y recibí una invitación de baile, no se si por piedad o porque tuve un día de mucha suerte. El chico con el que bailé sabía perfectamente mis limitaciones, y como todo buen bailarín, se amoldó perfectamente a su bailarina y tan solo caminó conmigo por la pista. Me relajé y disfruté muchísimo. Esa caminada suya y lo que me hacía sentir no tenía nada que ver con lo que yo conocía hasta ese momento, y aunque a él le salía con facilidad, de fácil no tenía nada. En ese momento comprendí lo que realmente quería decir con "vaya, ¡no pides poco!”, porque en realidad, pedía mucho.

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