domingo, 10 de febrero de 2013

Complicidad

 El pasado mes estuve en una milonga. Sentada al borde de la pista, junto a dos amigas, obsevaba a la gente bailar. Se acercó un amigo, una bellísima persona con la que hablamos, charlamos y reímos fuera de la pista, pero con quien no nos gusta bailar. Le pidió bailar a una de ellas, y obviamente tuvo que decirle que si para no herir sus sentimientos. Y yo sabía que la siguiente sería yo o mi otra amiga, pero la verdad es que a pesar de estar ya con dolor de pies y reservándome para uno de esos bailarines con los que todas queremos bailar, a un amigo no puedes decir que no.

 Durante el segundo tango de la tanda vino un conocido a invitar a mi otra amiga. No nos gusta bailar con él, ni a la mitad de las chicas de la milonga tampoco. Es de estos hombres que aburren porque baila todo igual, con el mismo ritmo, suene lo que suene, y hace todas sus figuritas exactamente en la misma secuencia. Es una tortura, a no ser que seas muy principiante, en cuyo caso al menos te permite practicar. En la pista le temen porque no controla mucho y se choca con todos, pero eso sí, siempre está bailando con una y con otra. Le encanta. Cuando lo vemos aparecer nos escondemos, hasta que le vemos de nuevo en la pista, levantando la cabeza hacia el cielo, como un pavo con las plumas extendidas esperando a que todos lo vean. Es bien sabido que si le aceptas una invitación, te pide dos o tres o cuatro o incluso hasta cinco tandas en la misma noche... y lo digo por experiencia. Le cuesta darse cuenta de que las chicas no saltan de felicidad  cuando les pide baile. Pero como él no es un amigo, se le puede decir que no, asumiendo que se enfade y que no nos vuelva a pedir bailar nunca más. Yo lo hice un bendito día, y aunque mostró ser todo un caballero y no se enfadó, ahora me deja en paz, no me pone en compromisos, no me pide que baile más con él.

 Mientras pensaba todo esto, esta última amiga pasó bailando con él a mi lado, me miró, y las palabras no fueron necesarias, se creó un hilo de solidaridad total e intercambio de miradas, con esa complicidad que compartimos muchas de las milongueras y que comunica más allá de las palabras. Y algún día quizás mi amiga tenga el valor de decirle que no, y así no tendré que devolverle la mirada diciendole que no me gustaría estar en su lugar, especialmente cuando suena una tanda preciosa que te apetecería estar bailando de verdad o simplemente como estaba yo en ese momento, sentada, viendo bailar a otros, y disfrutando de la música.

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