jueves, 28 de noviembre de 2013

No estás cómoda con el abrazo, ¿verdad?

Es lo que preguntó un hombre con el que bailaba una tarde de domingo en la última milonga de un festival. Era el segundo tango de la tanda, y aunque no me acuerdo de la música que sonaba, sí de que durante todo el primer tango me había estado moviendo en su abrazo mucho más de lo que lo hubiera hecho en una cama llenita de pulgas. La razón: no estaba cómoda.

Lo que me sorprendió fue escuchar ese "no estás cómoda con el abrazo, ¿verdad? si es así dime y dejamos de bailar porque se supone que el baile es para disfrutar... no pasa nada". Me sorprendió tanta sinceridad y además me encantó que me lo dijera, aunque he de reconocer que me sentí un poco mal por ello, ya que reconozco que empleé más energía al principio en intentar forzar de alguna manera un cambio en su abrazo y sin embargo dejé de un lado mis esfuerzos por intentar adaptarme a él.

Al oír tal pregunta, y con el sentimiento de culpa bien arraigado, le miré sinceramente a los ojos y le dije que no quería que termináramos la tanda y seguido le comenté las razones por las que no estaba cómoda. Si él estaba dispuesto a amoldarse y cambiar un poco su abrazo, yo también a relajarme un poco más... un poco de trabajo en equipo. Y la colaboración dio sus frutos. El tercer tango fue mejor que el primero y el segundo, y mientras esperábamos a que sonara el cuarto, le dije "mejor así"; él me miró y me respondió "tú también". Casi me entra la risa ahí mismo porque tenía toda la razón del mundo: mejor los dos. La última tanda puedo decir que realmente la disfruté porque se me hizo muy corta, y de pronto me vi sonriéndole y despidiéndome de él. Definitivamente volveré a bailar con él si me invita porque sinceramente espero que lo haga. 


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