miércoles, 28 de agosto de 2013

Brazos al cuello

En aquella milonga yo había bailado poco y me volví atrevida esperando que el viaje mereciera la pena. Me dio por jugar a la ruleta rusa aceptando bailar con hombres con los que no había bailado antes ni había visto bailar. No hubo ninguno que me encandilara de forma especial pero sí un par de tandas de las que deseas que se acaben antes de empezar, y a las que no me atreví a dar el “gracias” y sentarme a media tanda por no hacer sentir mal a nadie, aunque al menos uno de ellos se lo mereció con creces.

Hablo de un señor más o menos de un metro setenta de altura, con una barriga de esas típicas de los hombres que no se cuidan mucho y que se entregan con ganas al buen comer. El milonguero en cuestión no tenía un abrazo desagradable pero o bien era muy principiante y no sabía cómo arreglárselas en una pista repleta de gente, o bien era de los que no tienen el don de circular sin estrellarse contra todo el mundo.Yo estaba nerviosa después de recibir dos taconazos y tenía tanto miedo por darlos yo, como por recibirlos. Decidí bailar con los ojos cerrados para poder centrarme en la música y que la tanda no se me hiciera muy larga. 

No sé exactamente en qué momento fue, pero el tipo, después de que yo chocara contra dos o tres parejas gracias a él, decidió que por alguna razón absurda la mejor forma de proteger a su bailarina de los golpes era tomarle los brazos con toda la familiaridad que le dio la gana y colocarlos alrededor de su cuello, como si de un baile de enamorados se tratara. Hasta ahí llegó mi paciencia. Me solté bruscamente, abrí los brazos marcando claramente cuál iba a ser nuestro abrazo (es decir todo lo ancha que puede ser Castilla) y levanté las cejas con un gesto de lo más obvio. Creo no hizo falta mencionar eso de “esto es lo que hay, lo tomas o lo dejas… y estoy siendo más que amable contigo porque te debería haber sentado hace un buen rato”. El señor siguió bailando como si nada así que he de suponer que le pasará a menudo, cada vez que se toma libertades que no corresponden, y está acostumbrado a que le pongan en sus sitio. Obviamente si me lo vuelvo a encontrar en un futuro tendré la sensatez de rechazar su invitación desde un principio.

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