miércoles, 22 de mayo de 2013

Camino de velitas

 Primavera. Fui con una amiga a una milonga que prometía ser algo especial porque había actuación de una pareja de bailarines profesionales, Murat y Michelle Erdemsel, que habían sido invitados para la ocasión.

  Nos hospedamos bastante cerca de la milonga, pero aún así, fuimos en coche ya que después de una milonga 100 metros caminando pueden parecer 100 kilómetros. Logramos estacionar en la parte trasera del edificio que marcaba el GPS, y luego, poner en funcionamiento la táctica de siempre para localizar la milonga, es decir, esperar a que apareciera alguien portando una bolsa de zapatos de baile y seguirle. Pero nadie aparecía, así que recurrimos a la táctica de emergencia: intentar localizar la música.

 Dimos con una puerta que al abrirla daba a un pasillo de lo que parecía una casa desierta. De repente vimos unas velitas en el suelo, así que en lugar de ir apagando las velitas, decidimos seguir el caminito, y tras un pasillo algo peculiar, atravesamos un patio pequeño algo tétrico pero limpio, aún así yo estaba inquieta, esperando que alguna rata apareciera en cualquier momento. En unos segundos estábamos subiendo unas escaleras de hormigón, que daban a una puerta. Allí supimos que íbamos bien porque todos los fumadores estaban allí aglomerados, apurando las caladitas para volver a la pista. Tras la puerta, otro largo pasillo, y finalmente la milonga.

 Pagamos los 17 euros de la entrada, con la que teníamos derecho a consumición y un postre típico y nos daban una pulserita en forma de cuerda, que luego según nos informaron, era tradición en no-se-dónde y había que atarla a un árbol para que nos diera suerte, o algo así, no nos enteramos muy bien. Buscamos un lugar donde sentarnos. La pista era buena, cuadrada y tenía sillas y bancos alrededor.

 A pesar de ser de las pocas personas de fuera, al principio nadie nos invitaba a bailar, pero fuimos saludando a algunas caras conocidas, aún así sin éxito. Luego, por suerte, llegaron unos amigos y él nos invitó a una tanda a cada una, lo que dio pie a que alguno otro le imitara. Hubo un señor en especial, muy milonguero él, que nos brindó más de una tanda a cada una, todo un anfitrión. También conocimos a una pareja joven y simpática, ella argentina, él francés, y la milonga se fue haciendo amena. Él también nos invitó a las tres. Después tuve la suerte de ir viendo alguna cara conocida y entre saludos y saludos, ni me enteré que la milonga transcurría. Ya anunciaban casi el final de la milonga y estábamos algo decepcionadas por la acogida, y con los pies más fresquitos que una lechuga. Pero al final a mí me pasó algo que hizo que el viaje mereciera la pena: un chico llamado Andrés, al que ya conocía, pero con el que nunca había bailado, me invitó a una tanda. Me encantó, fue mi experiencia religiosa de la noche, y después, despacio me fui descalzando, disfrutando en el recuerdo reciente de esa maravillosa y última tanda.

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