jueves, 30 de mayo de 2013

La segunda cosa más bonita que me han dicho

Acababa de finalizar un festival internacional y mi vuelo de regreso a casa salía dos días después de que éste acabara, con lo cual,  apurando al máximo posible las horas para poder bailar tango, decidí aventurarme a una milonga local a la que me habían invitado.

Ganas tenía todas, pero no estaba segura de que mis pies estarían o no de acuerdo conmigo. De hecho, antes de ir a la milonga fui a cenar con una amiga y me vi en serias dificultades para poder llegar al restaurante: cada paso que daba eran mil aguas clavándose en mis pies, y eso que había tenido unas horas de sueño y durante el día no había bailado en absoluto, tan solo había estado adquiriendo souvenirs, eso sí, caminando por toda la ciudad. Me salvaron mis chancletas de silicona, escondidas en mi mochila, de las de todo a 1 euro, que aún hoy en día sostengo que han sido una de las mejores compras de mi vida. Al final conseguí llegar al restaurante y tras dos horas de relax mientras cenaba en buena compañía, mi dolor de pies mitigó bastante. 

Tomé un taxi del hotel a la milonga y llegué a un hotel en la zona vieja, con suelo de baldosas lisas, de piedra. Nada más entrar el chico que me había invitado me recibió y me sentó en su mesa, con toda su gente. Me presentó a todos los que allí había y la verdad es que me sentí muy bienvenida por su amabilidad. Tras explicarme que con la entrada tenía derecho a dos consumiciones y un plato de fruta fresca, me dejó tiempo para que hiciera contorsionismo y metiera mis hinchados pies en esos zapatitos que ahora parecían de una niña… ¡no entraban! Pero cuando una se propone algo, lo consigue. 

Ya calzada, me brindó la primera tanda de la noche. Desde aquí doy gracias a mi anfitrión por su amabilidad, ya que con ese gesto dio pie a que otros milongueros se percataran de que había chica nueva en la oficina... en la milonga, quiero decir. Pero no era la única, tres simpáticas rusas acababan de entrar y se cambiaban los zapatos al otro lado de la pista. Tras esa primera tanda, siguieron cuatro horas de tango sobre siete centímetros de tacón. Estupendos los anfitriones, que nos tuvieron a las rusas y a mí bailando sin parar de principio a fin, toda la milonga. He de confesar que cada tanda fue increíble, y hoy la recuerdo como una de las milongas con más experiencias religiosas experimentadas en una sola noche. Sin palabras. Tanto, que ni me acordé de que me dolían los pies. Eso sí, regresé descalza al hotel, ya que fue misión imposible calzarme de nuevo los zapatos de calle.

En esa mágica noche en la ciudad de las mil y una noches, me dijeron la segunda cosa más bonita que me habían dicho nunca bailando. Tras una tanda, en la que me lo había pasado realmente bien, con uno de esos bailarines juguetones que le encantan poner trampas a la chica y ver qué pasa, mi pareja de baile me dijo que le había encantado bailar conmigo y sobre todo porque por mi forma de bailar, se notaba que lo hacía con el corazón. Me quedé de piedra porque como es obvio que mi técnica todavía deja mucho que desear, no esperaba escuchar algo así y menos de un bailarín como él. Tardé un rato en reaccionar y darle las gracias por el cumplido. Pero lo que hizo que la piedra se transformara en diamante se debió a que no fue el único, sino que dos bailarines más, como si se hubieran puesto de acuerdo al decírmelo, me dijeron exactamente lo mismo con respecto a mi forma de bailar. Una noche mágica, sin lugar a dudas. Creo que esa noche no dormí mucho, pero no se muy bien si fue por la emoción... o por el dolor de pies.

No hay comentarios:

Publicar un comentario